Hay temas que se vuelven tan cotidianos que dejamos de mirarlos, los normalizamos. Los volvemos parte del paisaje. Uno de ellos es el uso del teléfono celular en niñas, niños y adolescentes. No hablo de demonizar la tecnología, ni de romantizar una infancia sin dispositivos —eso ya no existe—.
Hablo de reconocer que algo que comenzó como herramienta hoy está modificando la forma en que nuestras infancias duermen, estudian, conviven y se relacionan con el mundo. Y que ese impacto no es inocuo ni menor.
Me ha tocado ver, como ciudadana, como legisladora y como mujer, cómo el celular se ha convertido en un objeto que acompaña cada minuto de la vida escolar. Está en la mochila, en el recreo, en el salón, en el autobús, en la cama.
Y aunque las tecnologías digitales pueden abrir puertas extraordinarias al conocimiento, también pueden convertirse, cuando no hay límites claros, en una barrera para aprender, para concentrarse, para convivir y en un riesgo real para su integridad. La UNESCO lo dijo recientemente: las y los estudiantes enfrentan una sobreexposición a pantallas que afecta su atención, su sueño, su rendimiento y su capacidad para procesar información. UNICEF, por su parte, ha advertido que la violencia digital contra menores es hoy una violación de derechos humanos.
El peligro ya no está a la vuelta de la esquina; está en el dispositivo que ponemos su padres y madres en el bolsillo. Ante esta realidad, la pregunta nunca debe ser si debemos prohibirlo todo. Esa no es la salida.
La pregunta correcta es: ¿cómo acompañamos, cómo regulamos, cómo protegemos? ¿Qué herramientas le damos a las escuelas, al magisterio, al Estado y a las familias para no dejar solos a nuestros niños frente a esa avalancha digital? Por ello, en días pasados, impulsé una iniciativa para incorporar un nuevo artículo 61 Bis a la Ley de Educación del Estado de México, que establece que el uso del teléfono celular en las escuelas de educación básica deberá limitarse a fines pedagógicos o situaciones de emergencia. No se trata de castigar. Se trata de ordenar. De dar claridad.
De reconocer que el aula debe ser un espacio seguro, no un territorio gobernado por TikTok, YouTube o los mensajes instantáneos. No hay aprendizaje posible sin límites, sin reglas claras y sin un entorno que cuide lo más valioso que tiene cualquier país: su niñez. No buscamos negar la realidad digital; buscamos equilibrarla.
Hay un dato que preocupa especialmente: hoy la adicción a redes sociales es más frecuente que el consumo temprano de alcohol o marihuana. Una de cada siete personas adolescentes presenta ya signos de dependencia digital. Esto no es metáfora. No es exageración. Es una forma de aislamiento que deteriora su salud emocional, sus vínculos y su forma de ver el mundo.
La tecnología avanza; la ley debe avanzar con ella y la política, si quiere ser útil, debe mirar de frente los temas que implican riesgos. La niñez no puede quedar robotizada. La escuela no puede ceder su papel formador.
Y la sociedad no puede normalizar que un dispositivo tome el lugar de la palabra, del juego, del vínculo humano y del derecho a aprender. Defender el interés superior de niñas, niños y adolescentes no es un acto político: es una obligación ética, por eso debemos crear una educación donde la tecnología sea acompañante y no reemplazo; herramienta y no amenaza; puente y no barrera.
Regular el uso del celular en las escuelas no es un retroceso: es una forma de cuidar, de proteger y de garantizar que nuestras infancias crezcan con acceso a conocimiento, pero también con acceso a atención, a salud emocional y a seguridad digital. La tecnología debe fortalecer el proceso de aprendizaje, nunca condenar el destino del estudiante.
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