Bici, cleta, bicla, burra, baika… No importa cómo la llames o le digan en tu barrio, desde que fue inventada hace más de 220 años, la bicicleta no sólo se ha convertido en un medio de transporte barato, eficiente y accesible para todo el mundo, sino que también ha recorrido un largo trecho en la cultura popular hasta convertirse en un símbolo de movimiento y libertad.

La “laufmaschine” fue una ocurrencia del inventor alemán Karl Freiherr Von Drais, quien fabricó con madera un vehículo como el que actualmente conocemos, a excepción de los pedales, pues el impulso se hacía con los pies, tal y como Pedro Picapiedra lo hace en el troncomóvil. Con el tiempo se le hicieron modificaciones y se le agregaron la cadena de transmisión, los radios de alambre, engranaje y el aire en las llantas.

En este ir y venir de modelos y adecuaciones, no podemos olvidar aquella con una rueda delantera gigante, conocida como penny-farthing, construida por James Starley en la Inglaterra victoriana, y a quien se le ocurrió también crear una especialmente para las damas de la época, que se montaba de lado para evitar que las féminas, y acorde a las buenas costumbres, mostraran piel de más. Acá no se olviden de darle una buena leída a “Damas en bicicleta”, editado por Impedimenta, un “manual de buenas prácticas” escrito por F. J. Erskine, en 1897, que “sirvió para instruir y modelar a las primeras generaciones de arriesgadas amazonas del pedal, incluyendo la selección de la bicicleta adecuada a las damas de la buena sociedad, su atuendo y complementos, la elección de la comida y la bebida más convenientes para tomar durante el viaje”.

Así, al suponer una verdadera revolución para las mujeres de la época, a finales del siglo XIX, se le llamó a este vehículo la “máquina de la libertad”. Esto me recuerda a Silver, la bicicleta de Bill Denbrough en It, una de las novelas más conocidas de Stephen King, donde el personaje está unido a su bici no sólo como un medio de transporte, sino por lo que representa: libertad y poder. Recordemos que, al montarla, grita: ¡Hi-yo, Silver, away!, tal y como lo hacía el Llanero Solitario al subirse a su corcel blanco con ánimos de desfacer entuertos.

Un sentido reflexivo es el que nos brinda el brillantísimo Pablo Fernández Christlieb en “La velocidad de las bicicletas”, un texto brutal y sorprendente que, a la letra, dice así: “La velocidad no reduce, sino que aumenta las distancias, extiende los espacios y multiplica los lugares, de manera que en bicicleta no se puede cumplir la agenda propia del ciudadano normal, que consiste en ir y volver; pero, entre tanto, detenerse a pagar, comer con, visitar a, darse una vueltecita por, reunirse en, andar hacia allá, de camino hacia acá”.

Si hablamos de recuerdos, del que no evoco nada, pero tengo constancia en una fotografía, es donde un par de chiquillos (mi hermano y yo) posan con una sonrisa, cada uno al lado de su bicicleta: el mayor, enfundado en el uniforme de la primaria, tomando el manubrio de su Vagabundo; el pequeño con una de menor rodada, seguramente Apache, y con llantas traseras (señal de aprendizaje) que me recuerda esta probadita del libraco “Elogio de la bicicleta”, de Marc Augé, quien escribe esta chulada: “Si hay algo que nos reúne como sociedad, es la bicicleta: todos la hemos montado alguna vez. Cada uno de nosotros tiene el recuerdo de aprender a montar y, al hacerlo, descubrir una nueva forma de relacionarse con el mundo, con los otros y con uno mismo. En su humildad, la bicicleta nos pone en armonía con el tiempo y el espacio que habitamos”. Y ustedes: ¿cómo aprendieron a andar en bici?

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