Con los números de la reciente elección judicial, nadie puede sentirse satisfecho. Sólo participaron 12,965,574 ciudadanas y ciudadanos. Esta cantidad representa apenas el 13.01% de la lista nominal nacional, que asciende a 99,594,010 personas. ¿Puede evaluarse este proceso con los mismos parámetros que una elección constitucional? ¿Debe medirse con base en la participación ciudadana, como suele hacerse en elecciones de carácter político?

Lo primero que debe señalarse es que se trató de una elección distinta. No fue una contienda entre partidos ni entre candidatos de formación política. Fue un ejercicio con restricciones, con limitaciones claras, pero profundamente revelador. En el fondo, estamos frente al cambio de un paradigma. Transitamos de una democracia consensual —sostenida por tres partidos que gobernaron durante cuatro décadas— hacia una democracia de mayorías, donde el respaldo popular y el conflicto entre pueblo y élites se manifiesta con mayor claridad.

Esta nueva categoría de análisis es clave. No estamos ante un modelo donde la legitimidad emana únicamente del porcentaje de participación. Es la primera vez que se elige a ministros, magistrados, jueces y juezas mediante un proceso de votación directa. ¿Puede y debe mejorar? Por supuesto. Pero lo relevante de este primer ejercicio es que inaugura un camino.

En toda elección, quienes pierden son los ausentes. En esta, también. Hay responsabilidad en la ciudadanía que decidió no salir a votar, en los partidos opositores que abandonaron el espacio del conflicto, y en quienes —desde una supuesta superioridad moral— dictan qué es legítimo o no, sin reconocer que las viejas categorías ya no explican el presente.

Tal vez el Poder Judicial es el que menos interés despierta en el electorado. Es una institución compleja, técnica, que históricamente ha vivido ajena al escrutinio popular. Pero eso no impide que deba ser apropiada por la ciudadanía. Si no lo hacemos, otros decidirán por nosotros.

La reforma judicial vigente ya no puede revertirse sin una nueva mayoría legislativa. Y, mientras eso no ocurra, el reto está en mejorar el mecanismo: facilitar la participación, simplificar el voto, socializar el proceso. Hoy votamos en boletas interminables, con información insuficiente y condiciones desiguales para los aspirantes. Proponemos avanzar hacia modelos de votación con urnas electrónicas, donde el ciudadano pueda consultar el perfil del candidato, revisar su trayectoria y votar con mayor confianza. Si confiamos en las operaciones bancarias al teléfono, ¿por qué no también nuestro voto?

No se puede negar que hubo mecanismos de influencia, estructuras movilizadas y candidatos promovidos mediante "acordeones". Pero también hubo ciudadanos que votaron de forma informada e independiente. Hubo esfuerzo. Hubo interés. Y eso hay que reconocerlo.

Si la apuesta era renovar al Poder Judicial con un mecanismo inédito, se logró. La legitimidad —nos guste o no— se asienta en el marco legal aprobado por la mayoría. ¿Qué pudo ser distinto? Sí. ¿Qué debe mejorar? También. Pero esta elección ya marcó un punto de inflexión.

Debemos apropiarnos del proceso. Participar. Comprender que elegir jueces y magistrados no puede ser una excepción, sino una práctica democrática regular, perfeccionable, y cada vez más cercana a la ciudadanía. Las elecciones de 2027 vendrán acompañadas de elecciones federales. Eso traerá más participación, pero no garantiza mejores decisiones. Para eso, necesitamos una ciudadanía más informada, más crítica y más activa.

Podemos o no estar de acuerdo con el diseño del sistema. Pero está en la Constitución, y fue aprobado conforme a derecho. Sus consecuencias no deben ignorarse ni banalizarse. Al contrario: deben analizarse, aprenderse y, sobre todo, mejorarse. Porque, como siempre en democracia, el verdadero derrotado es quien decide no participar.

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