Llega el verano y con él las vacaciones escolares. Para muchos niños es el tiempo ideal para descansar, pero también para estar enganchados con las pantallas. Si las pantallas del celular, de la TV, de la tableta, de la computadora de mamá o de papá. La "mejor" forma de entretener a los hijos es ponerles frente a uno de estos aparatos del demonio, al final terminan siendo huérfanos digitales.

El problema de las pantallas es que pueden moldear la estructura del cerebro de los menores, y con ello la forma de percibir su entorno y de percibirse ellos mismos. Su uso excesivo, adictivo, afecta negativamente el desarrollo infantil. Comparto algunas ideas al respecto.

Los efectos neurológicos son evidentes. Si se usan las pantallas justo antes de dormir afectan la producción de melatonina, lo cual afecta el sueño, el crecimiento y por lo tanto el descanso mental. En segundo lugar, al reducir la interacción con los adultos su vocabulario se reduce: ¿han notado cómo balbucean en lugar de hablar?

Los tiempos de exposición son críticos. Varios estudios de neurociencia coinciden en que las pantallas NO deben usarse antes de los 5 o 6 años (¡pobres recién nacidos!), y de los 6 años hasta los 12 años se considera que 30 minutos diarios es razonable; una hora ya es un abuso. Para los mayores de 12 años dos horas máximo es razonable, más allá de esos límites es perjudicial.

El problema es claro pero las soluciones no tanto. El regreso de los juegos de mesa se les hace aburrido; siempre tienen prisa de regresar a casa para seguir con el videojuego. No descansa su mente ni tampoco su cuerpo. Pueden jugar todo el día o ver YouTube toda la tarde sin parar. ¿Cuál es la solución? ¿Apagar el WiFi?

La mejor solución que he visto es tenerlos ocupados con mil actividades distintas a las pantallas, desde los deportes, arte y música hasta actividades manuales, impuestas por horarios y de manera forzada (haciendo valer la autoridad paterna y materna). Es evidente que un sistema de reglas, límites y tiempos funciona, aunque es imposible aislarlos de sus amigos —que están jugando en línea— o bien de la tecnología que nos invade todo el tiempo.

Pero lo que sí puede hacerse es mantener la distancia, imponer los límites de tiempos y de espacios en el hogar —cero tecnología en la cocina, sin pantallas en las recámaras— de tal forma que permita convivir más o menos sin estas máquinas que nos tienen amenazados.

El desafío es innegable, pero la solución reside en un acto de voluntad consciente. Decidir, como padres y como familia, dar un receso a las pantallas es el primer paso. Solo a través de nuestro ejemplo y compromiso firme, podremos guiarlos hacia un verano de verdadero descanso y desarrollo, recuperando una infancia que no esté secuestrada por el brillo de una pantalla

El verdadero descanso vacacional no llega con más entretenimiento digital, sino con la reconexión humana. Este verano, el mejor regalo que podemos dar a nuestros hijos no es la última aplicación o videojuego, sino nuestra presencia consciente y tiempo sin intermediarios tecnológicos de ningún tipo.

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