En un país donde la evaluación gubernamental suele ser un ritual vacío, la gobernadora Delfina Gómez sorprendió al colocar la rendición de cuentas en el centro de su segundo informe. La pregunta no es sólo si su administración será capaz de sostener esa promesa, sino si el propio Estado de México tiene las instituciones, los incentivos y la capacidad para ser evaluado con seriedad.
En México, la gestión pública ha sido intocable durante décadas. No acepta retroalimentación, nunca se equivoca y, oficialmente, todo lo hace bien. Los órganos de control interno suelen adornar los directorios institucionales, pero pocas veces cuestionan, miden o critican el desempeño real del gobierno. Desde las secretarías hasta el sistema estatal anticorrupción, los mecanismos de evaluación se han convertido en piezas decorativas.
En muchos casos, las contralorías internas solo se emplean para sancionar faltas menores de los servidores públicos —llegar tarde, salir temprano o acumular inasistencias—, pero nunca para valorar la calidad de sus funciones ni el impacto de sus decisiones. Este vacío revela tres problemas centrales que explican por qué la rendición de cuentas en el Estado de México no funciona y qué cambios deberían implementarse.
El primer problema es la debilidad institucional. Existen múltiples dependencias con funciones que se traslapan: la Secretaría de la Contraloría, los órganos internos de control, el sistema anticorrupción con sus comités ciudadanos y el OSFEM. Su coexistencia ha generado duplicidades, conflictos de competencia y una burocracia excesiva. En lugar de fortalecer la vigilancia, estas estructuras parecen diseñadas para neutralizarse entre sí. Una solución sería concentrar atribuciones, clarificar responsabilidades y reducir la maraña institucional para garantizar procesos efectivos de fiscalización.
El segundo problema es la captura política y el clientelismo. Las decisiones suelen responder más a cálculos partidistas que a la eficiencia administrativa o al bienestar ciudadano. Después de noventa años de hegemonía de un solo partido, persisten inercias que moldearon una burocracia sesgada, reacia a la innovación y dispuesta a bloquear cualquier proyecto que no provenga de su propio grupo político. Esta lógica erosiona la confianza ciudadana y frena la capacidad de acción del gobierno. El desafío es construir una burocracia profesional basada en méritos, con reglas claras para el servicio civil de carrera y sanciones efectivas contra el uso faccioso del aparato estatal.
El tercer problema es la falta de capacidades administrativas. En múltiples áreas —medio ambiente, salud, finanzas, infraestructura— no sólo escasea el personal calificado, también abundan equipos de cómputo obsoletos que dificultan las tareas mínimas de coordinación y atención ciudadana. Una administración sin recursos tecnológicos ni capacitación constante está condenada a la ineficiencia. Corregirlo exige inversiones urgentes en modernización digital, así como programas permanentes de formación para empleados públicos
Frente a este panorama, la decisión de la gobernadora de hablar abiertamente de calificaciones al desempeño es un primer paso relevante. Pero no basta con el discurso: la clave será diseñar un sistema de evaluación que no quede atrapado en la burocracia ni en la política de siempre, sino que se convierta en una herramienta real de transformación.
Evaluar al gobierno no debería ser un gesto político en el discurso sino un mecanismo permanente para mejorar la gestión pública. El reto de Delfina Gómez no es proclamar calificaciones, sino construir un sistema que premie resultados, corrija errores y devuelva a los ciudadanos lo que por derecho les pertenece: un gobierno que funcione.
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