Irak, Afganistán… e Irán. Otra vez Irán. La historia se repite con guion predecible: un enemigo señalado, una amenaza nuclear fabricada y una supuesta urgencia internacional por intervenir. La diferencia es que, a estas alturas, el libreto ya no convence a nadie, excepto a quienes siguen creyendo en las narrativas construidas en los pasillos del Pentágono o en las oficinas de Tel Aviv.
Desde hace más de tres décadas, la idea de que Irán está “a punto de tener la bomba” ha sido una constante en el discurso de guerra. Benjamín Netanyahu lo advirtió en 1992, lo reafirmó en 2012 ante la ONU —con un croquis que parecía sacado de una caricatura— y vuelve a repetirlo hoy. Según eldiario.es, el primer ministro israelí lleva más de 30 años anunciando que “en cuestión de meses” Teherán obtendría armas nucleares, sin que eso se haya concretado.
Sin embargo, el desenlace siempre es otro: invasión, muerte, saqueo. La intervención estadounidense en Irak en 2003 se justificó por la supuesta existencia de armas de destrucción masiva. No había tales. Las tropas entraron, derrocaron a Saddam Hussein, y dejaron un país deshecho, una región en llamas y una industria petrolera privatizada al mejor postor.
Hoy, Irán vuelve al centro del escenario. Se le acusa, como antes a Irak o Afganistán, de estar al borde de acceder a tecnología atómica para fines militares. Se omite, claro, que Israel jamás ha reconocido formalmente poseer armas nucleares —aunque se estima que tiene más de 90 ojivas—, ni que Estados Unidos ha intervenido en más de 70 países desde 1945 con argumentos similares: proteger la paz, pero asegurarse los recursos.
Porque de eso se trata: del control de zonas estratégicas y de la apropiación de recursos naturales. En Medio Oriente, el petróleo; en Ucrania, las tierras raras necesarias para sostener la supremacía tecnológica en un mundo multipolar. Las justificaciones se visten de seguridad internacional, pero detrás operan los engranajes del poder económico.
La historia nos ha enseñado que el acceso a la energía nuclear es un derecho reservado para los países “aliados”. Mientras Francia, India, Pakistán o Corea del Norte han desarrollado su capacidad atómica, a naciones como Irán se les niega incluso el uso pacífico con fines energéticos. La diferencia no es moral, sino geopolítica.
En ese marco, el discurso sobre el “régimen de los ayatolas” sirve para tapar la verdadera intención: forzar un cambio de gobierno que facilite los intereses occidentales en la región. Lo dijo un alto funcionario estadounidense sin rubor: “Para terminar la guerra hay que terminar el régimen”.
Y así, una vez más, nos encontramos ante una película que ya vimos. Una trama de propaganda, manipulación y fuerza militar. Un drama donde el final siempre lo paga el pueblo: en Irak, en Kabul, en Gaza. Y ahora, quizá, en Teherán.
Hollywood ya no necesita escribirla. El guion está impreso en los tratados militares y en los contratos petroleros. Solo cambia el escenario. Pero el mito de la bomba nuclear como justificación para intervenir está tan desgastado, que solo la arrogancia puede sostenerlo.
Segundas partes nunca fueron buenas. Terceras, mucho menos.
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