De acuerdo con diversos autores, antes que una forma de gobierno la democracia debe entenderse como un régimen político. Esto significa que no basta considerar únicamente criterios de forma para calificar a un país como democrático: división de poderes, existencia de niveles de gobierno, partidos políticos o elecciones periódicas. Un régimen político implica más elementos: funcionamiento de las instituciones políticas, características de la cultura política, así como principios y prácticas que guían o constriñen el ejercicio del poder y que dan forma a la relación del Estado con su sociedad.
Así pues, la democracia es un régimen que no se condensa únicamente en los textos constitucionales y las leyes que se derivan. Para su subsistencia, un régimen democrático debe permear todos los ámbitos de gobierno y, aún más, en la sociedad. Por ello, de manera reiterada debemos examinar cada una de las decisiones tomadas por los gobiernos en turno, con el objetivo de discernir si sus políticas y acciones, tanto en sus medios como en los fines, son efectivamente democráticas.
No es impreciso afirmar que la vocación democrática de un gobierno debe demostrarse en su discurso o en su oferta electoral, pero también en hechos tangibles como sus programas de acción, su relación con aliados y opositores, y, desde luego, en la fijación de objetivos administrativos y la asignación del presupuesto, pues donde está el dinero (público) están los intereses (políticos).
Esta reflexión viene al caso a propósito del debate reciente en el seno del Congreso de los Estados Unidos de América. Como sabemos, el presidente Donald Trump envió al Legislativo su polémico plan fiscal y presupuestario, mismo que fue aprobado por una mínima mayoría en ambas cámaras. Más allá de incrementar la deuda pública del vecino país, el presupuesto del presidente Trump exhibe fines poco democráticos: mayores fondos en gasto de defensa militar, asignación de mayor presupuesto para las agencias de control migratorio, recortes al plan médico Medicaid, disminución de recursos al programa SNAP para compra de alimentos, así como retiro de incentivos fiscales a energías renovables.
Cuesta trabajo imaginar cómo estas propuestas, emanadas de un gobierno formalmente democrático, abonarán a construir una sociedad más solidaria, incluyente, equitativa, sustentable o pacífica –valores que hoy en día soportan cualquier régimen auténticamente democrático.
En su ya célebre obra “¿Cómo mueren las democracias?”, Levitsky y Ziblatt señalan, justamente, que las democracias contemporáneas, incluso aquellas que creíamos sólidas, no sucumben a causa de golpes de Estado o tiranos armados. Hoy las democracias están en peligro a causa de gobiernos emanados de las urnas que, sin embargo, jamás hicieron suyos los valores, medios y fines democráticos. No es el escándalo de las armas, sino el sigilo de las leyes lo que puede poner en vilo las libertades, derechos y conquistas alcanzadas en las últimas décadas.
Estados Unidos puede ser el espejo donde se reflejen democracias otrora consolidadas: Reino Unido, España, Francia o Alemania, por citar solo algunas. Cualquier gobierno poco democrático requiere de las licencias y recursos para echar a andar su programa. Por lo pronto, el Poder Legislativo decidió confirmar un rumbo cuestionable, que bien podría anunciar el declive democrático en el vecino país del norte.
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