Defender los derechos humanos no es un privilegio ni una concesión del poder; es un derecho en sí mismo. Para las mujeres, este derecho ha sido históricamente limitado, cuestionado y, en muchos casos, criminalizado. Sin embargo, hoy más que nunca es necesario recordar que todas las personas, y particularmente las mujeres, tenemos la capacidad y la legitimidad de promover, proteger y procurar la realización de los derechos humanos en nuestras comunidades.
Las mujeres defensoras de derechos humanos no surgen de la nada. Nacen de la necesidad, de la injusticia vivida, del silencio impuesto y de la urgencia de transformar realidades que durante generaciones nos excluyeron. Defender derechos no es confrontar por confrontar; es construir condiciones de dignidad, justicia y bienestar colectivo.
Desde la promoción, las mujeres defensoras educan, informan y generan conciencia. Imparten talleres, impulsan campañas y fortalecen la formación comunitaria, sembrando conocimiento donde antes había miedo o desinformación. Educar también es una forma profunda de resistencia.
En el litigio, muchas mujeres transforman el dolor en acción legal. A través de procesos nacionales e internacionales, exigen que la ley no sea letra muerta y que el acceso a la justicia sea real, especialmente para quienes históricamente han sido invisibilizadas. Litigar no es venganza; es exigir el cumplimiento del Estado de derecho.
El acompañamiento psicosocial es otro pilar fundamental. Las mujeres defensoras sostienen a otras mujeres y comunidades, ofreciendo escucha, contención y apoyo en procesos de violencia, despojo o discriminación. Aquí, la defensa no se grita: se abraza, se acompaña y se reconstruye.
La incidencia política permite que la voz de las mujeres llegue a los espacios de toma de decisiones. Proponer leyes, dialogar con autoridades y exigir políticas públicas con perspectiva de género es parte esencial de la defensa. No basta con resistir; también es necesario transformar las reglas del juego.
La organización social ha sido, quizá, una de las mayores fortalezas de las mujeres. Tejer redes de apoyo, protección y defensa colectiva ha salvado vidas y ha permitido avanzar en contextos adversos. Cuando una mujer se organiza con otras, la defensa se multiplica.
Finalmente, la participación en protestas es una expresión legítima de exigencia. Alzar la voz en el espacio público no es desorden, es democracia viva. No obstante, esta participación también exige conciencia, responsabilidad y claridad de objetivos: defender derechos sin vulnerar otros derechos.
En un momento histórico donde las libertades avanzan, es fundamental recordar que defender derechos humanos implica ética, respeto y justicia. Las mujeres no defendemos derechos para imponer, sino para equilibrar; no para dividir, sino para construir una sociedad más justa para todas y todos.
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