La juventud… esa etapa intensa, rebelde, apasionada y muchas veces incomprendida. Es el fuego más puro que tenemos, ese que arde con sueños, fuerza y deseo de cambiarlo todo. Pero también, si no aprendemos a encenderlo con conciencia, puede consumirnos. Hoy, las juventudes enfrentan un reto distinto al de cualquier otra generación: vivimos en un mundo acelerado, lleno de estímulos, exigencias, comparaciones y presiones. Nos piden ser exitosos, felices, estables y productivos… todo al mismo tiempo.
Y ahí estamos nosotros, tratando de construir un futuro mientras cargamos la incertidumbre del presente. Nos preocupamos por estudiar, por ser alguien, por dejar huella. Pero también convivimos con la ansiedad, con el miedo a fallar, con la falta de rumbo que a veces nos deja paralizados. Muchos jóvenes se han perdido entre el alcohol, las drogas, las malas influencias o el espejismo de las redes sociales, donde parece que todos viven mejor. Esa falsa realidad destruye lentamente la autenticidad, y con ella, la esperanza.
Por eso, hablar de salud mental ya no es una opción, es una urgencia. Aprender a pedir ayuda, tener a quién acudir, reconocer que no todo lo podemos solos, es un acto de madurez y de amor propio. Los padres, las madres, los guías y las figuras que nos rodean cumplen un papel crucial. Su intervención no debe ser de control, sino de acompañamiento. Los jóvenes necesitamos más escucha y menos juicio. Más abrazos y menos etiquetas.
Las mujeres, en especial, estamos rompiendo cadenas. Ya no queremos repetir los patrones de silencio, de represión, de “aguántate porque así es la vida”. Estamos entendiendo que cuidar de nosotras también es cuidar de quienes vienen detrás. Que romper ciclos no es una traición a la familia, sino una forma de sanar.
La juventud no es eterna, pero sí es la base de lo que seremos. Esa energía que hoy creemos infinita, mañana será el reflejo de nuestras decisiones. Porque sí, cuando somos jóvenes sentimos que podemos con todo… y, en parte, es verdad. Lo que importa es hacia dónde dirigimos esa fuerza: si la usamos para destruirnos o para transformarnos.
Ser joven es tener el poder de elegir. Elegir sanar, aprender, levantarse, y sobre todo, crecer con propósito. Que nuestra juventud no sea una etapa perdida, sino el laboratorio donde se forja la mejor versión de nosotras mismas.
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