México se ha convertido en un territorio donde decir la verdad cuesta caro, donde la palabra se ha vuelto un acto de valentía y también de riesgo. Ser defensor o defensora de derechos humanos, periodista o simplemente mujer que alza la voz, implica mirar de frente a un sistema que castiga la verdad y premia el silencio. Aquí, en este país que se pinta de verde, blanco y rojo, el color más dominante sigue siendo el rojo: el de la sangre derramada por quienes se atrevieron a denunciar, por quienes se negaron a aceptar la impunidad como destino.
En México, la muerte no siempre llega de forma natural. A veces llega disfrazada de amenaza, de persecución, de desaparición forzada. Llega en la noche cuando una mujer decide denunciar la corrupción o el abuso de poder. Llega cuando una madre busca a su hija desaparecida y no se rinde, cuando una periodista investiga lo que nadie quiere nombrar. Llega cuando una activista defiende la tierra, el agua o la dignidad. Aquí la muerte tiene nombre, rostro y género.
Las mujeres que defienden derechos humanos no solo enfrentan el peligro de morir, sino el peso de un país que las quiere sumisas, calladas y conformes. Vivimos entre muros de miedo, pero también entre grietas de esperanza. Nos dijeron que callar era más seguro, que el silencio protege, pero el silencio también duele. Duele porque perpetúa la injusticia, porque convierte a las víctimas en fantasmas y a los culpables en intocables.
México es un país que llora a sus valientes, pero también uno que necesita escucharlos mientras aún respiran. Las cruces rosas en los desiertos del norte, las marchas en las plazas, las fotos pegadas en los postes con la palabra “desaparecida”, son testimonio de una guerra silenciosa contra quienes se atreven a incomodar al poder.
Ser mujer en México es vivir entre la vida y la resistencia. Es aprender a sobrevivir con miedo, pero también a transformar ese miedo en fuego. Las mujeres hemos demostrado que la voz no se apaga con balas, que la memoria no se borra con amenazas. Desde las madres buscadoras hasta las periodistas, desde las defensoras de los pueblos originarios hasta las jóvenes que gritan “¡vivas nos queremos!”, todas tejen una red que desafía la muerte.
México necesita más de esas voces que duelen pero no se rinden. Porque aunque hablar sea peligroso, callar también nos mata lentamente. Cada mujer que se levanta contra la injusticia está rompiendo el pacto del silencio, está diciéndole al país que la vida vale más que el miedo.
Ojalá algún día hablar de derechos humanos no sea una sentencia. Ojalá algún día las mujeres no tengamos que medir nuestras palabras por miedo a desaparecer. Ojalá México deje de ser el país donde morir por decir la verdad se vuelve rutina. Hasta entonces, seguiremos escribiendo, marchando, denunciando.
Porque aunque hablar duela, es la única manera de seguir vivas.
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