El 29 de septiembre se cumplieron 11 años de la partida de Luis Nishizawa, y sin embargo su obra parece seguir hablándonos. Como si los volcanes que pintó tantas veces respiraran todavía, como si la tierra del Valle de México, la misma donde nació en Cuautitlán, en 1918, siguiera alimentando sus lienzos. Entre el México profundo y la herencia japonesa de su padre, Nishizawa edificó una poética plástica donde la naturaleza y el hombre se funden en un mismo aliento.

Sus obras más importantes se leen como estaciones de un mismo viaje. Está su Paisaje con volcanes, donde el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl aparecen no como montañas lejanas, sino como seres vivos que dialogan con la luz. Está también El Valle de México, en el que la vastedad del altiplano se convierte en metáfora de identidad: un territorio que es memoria colectiva, raíz y destino. En La visión de Cuautitlán, pintó la infancia hecha paisaje, la nostalgia de un pueblo mexiquense convertido en símbolo. Y no se detuvo allí: exploró murales, vitrales, cerámica, sumi-e japonés y grabado, convencido de que la técnica no es una cárcel sino un puente.

Entre esos puentes se encuentra quizá su obra más emblemática en el ámbito institucional: el mural Justicia, que pintó en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Allí, Nishizawa construyó un discurso pictórico en el que la justicia aparece como una fuerza viva, no abstracta ni lejana. Los colores dialogan con símbolos de equilibrio y transparencia, mientras figuras humanas se elevan entre montañas y cielos, recordando que la justicia, como la naturaleza, es frágil pero necesaria. En esa obra muestra la herencia de los muralistas y su propio aliento poético.

Ese mismo discurso narrativo-pictórico atraviesa toda su producción: la convicción de que la pintura no es un adorno, sino una forma de contar el mundo. Nishizawa pintaba volcanes para hablar de permanencia y de furia contenida, campesinos para dignificar el trabajo y el arraigo, vitrales para filtrar la luz como esperanza. Su narrativa sostuvo en una idea sencilla y a la vez profunda: el arte debía reconciliar al hombre con su entorno, enseñarnos a mirar lo que a menudo pasa inadvertido.

En el Estado de México, su legado es especialmente cercano. El Museo-Taller Nishizawa, en Toluca, es prueba de que el artista nunca se apartó de sus raíces. Allí están sus óleos volcánicos, sus trazos sumi-e que parecen poesía escrita en tinta, sus experimentos con barro y metal, todos latiendo bajo una misma visión: la de un creador que supo unir mundos.

Docente en la UNAM por décadas, Nishizawa enseñaba a ver más allá de lo evidente. Para él, un árbol no era solo un tronco y unas ramas: era sombra, memoria, historia. Su enseñanza fue que la pintura debía buscar la esencia, no la apariencia. Por eso su obra tiene algo de eternidad: los paisajes que pintó no son lugares específicos, sino reflejos de nuestra identidad.

Luis Nishizawa permanece entre nosotros porque su narrativa pictórica no caduca: sigue preguntándonos quiénes somos en esta tierra volcánica y mestiza, y recordándonos que, en cada pincelada, hay una manera de decir México.

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