“Me voy a congelar”… “si sobrevivo: besitos en el an*”, decía Paolo en video. Fue su despedida. Se mostraba lúcido, sarcástico y preocupado. Un niño de 14 años que entendía el riesgo que lo llevó a la muerte. Quiso tocar el cielo desde la cima de la tercera montaña más grande de México, el Iztaccíhuatl. Su destino fue otro cielo.

Estaba desaparecido desde el 12 de julio. Siete días después, su cuerpo fue hallado en el paraje Dos Portillos. En el video contaba que no llevaba ni bolsa para dormir. Quienes le vieron dicen que solo llevaba dos barrar energéticas. Rescatistas abren la posibilidad también de una caída, además de la hipotermia; tal vez una consecuencia de la otra.

El caso estremece no solo por la tragedia, sino por el contexto. ¿Cómo pudo un adolescente escalar hacia un volcán sin que nadie lo detuviera?, ¿Qué pasa con los padres? ¿Quién puso atención a los antecedentes de escapismo?

La respuesta no es simple. Hoy y siempre los adolescentes exigen libertad sin red. Pero esa demanda, legítima, necesita equilibrio. La confianza no puede ser abandono. Si ya había antecedentes de aventurero, ¿por qué no había un protocolo familiar o de amigos que lo contuviera?

¿Sabiendo como sabía que no tenía las condiciones para escalar, porqué siguió? Quizá una voluntad de probarse. Pero la montaña es como es y no perdona.

Esta muerte duele porque es evitable. Porque revela una desconexión profunda. Porque señala una falta de educación en torno a la naturaleza. Porque desnuda una cultura que romantiza el riesgo sin evaluar sus costos.

Debemos obligarnos a reflexionar sobre muchas cosas. Sobre la negligencia silenciosa.

Las montañas mexicanas son tan hermosas como peligrosas. No son parques de diversiones. Requieren equipo, guía, registro, previsión. Y sobre todo, respeto. Lo han dicho expertos, autoridades, alpinistas. Pero parece que sólo reaccionamos cuando hay tragedia.

En 2024, tras la muerte de tres personas, una mujer con quemaduras graves por congelación de las manos y ocho sobrevivientes que se aventuraron en el Pico de Orizaba, el Club Alpino Mexicano lanzó una advertencia tajante: “la montaña no es un lugar turístico”. Exhortaron a evitar ascensos sin preparación ni acompañamiento. Pero el llamado quedó, como tantos otros, ahogado por el viento.

Paolo subió sin equipo, sin guía, sin protección, como quien desafía a un dios dormido. Las estadísticas oficiales recuerdan que no es lo común: cientos de servicios de rescate y decenas de muertes en zonas que no solo reciben turistas, sino también imprudentes.

La tragedia no se suelta sola: es una cadena de ausencias, de impulsos no contenidos, de advertencias ignoradas. Las montañas no juzgan; pero el frío, el viento, la altitud y la noche pasan factura. Si alguien sube sin estar preparado, paga.

Que la muerte de Paolo no sea solo un triste titular más. Que sea la llave para abrir la conversación: sobre cuidado parental, sobre límites en la adolescencia, sobre la necesidad de protocolos en zonas naturales y sobre el respeto que merece cada cima. Para que la montaña siga siendo -para quien esté listo- una maravilla y no una tumba silenciosa.

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