En el amanecer del 19 de octubre de 1811, Toluca no era aún la ciudad bulliciosa que hoy se extiende al pie del Nevado. Era una villa pequeña, de calles empedradas y casas bajas, rodeada de campos y montes. En uno de ellos, el cerro del Calvario, se escribiría una de las páginas más intensas, y menos recordadas, de la guerra de Independencia.
Aquel día, las fuerzas insurgentes, al mando del general José María Oviedo y el capitán José Antonio Torres, se apostaron en la altura del cerro. Venían de una serie de triunfos breves y desgastantes, movidos por la convicción sembrada por Hidalgo y Allende meses atrás. Toluca era estratégica: su ubicación, en el paso entre el Bajío y la capital virreinal, la convertía en un punto clave para controlar el acceso hacia el Valle de México. Tomarla o defenderla significaba abrir o cerrar el camino hacia el corazón del poder novohispano.
Del otro lado del combate, el ejército realista comandado por el coronel José Antonio Andrade avanzó desde Lerma con disciplina y artillería superior. Los insurgentes, con escasos fusiles y más fe que recursos, resistieron desde las laderas del cerro. El enfrentamiento fue feroz. Durante horas, el sonido de los cañones retumbó en todo el valle. Las fuerzas realistas, mejor armadas, lograron finalmente romper las líneas rebeldes, obligando a los insurgentes a replegarse hacia el sur, rumbo a Tenango y Sultepec.
La derrota insurgente en Toluca no fue menor: significó la pérdida momentánea del control sobre una ruta crucial, y dejó clara la necesidad de reorganizar el movimiento tras la captura de Hidalgo y otros líderes. Sin embargo, también marcó un punto de inflexión. A partir de entonces, el Estado de México se convirtió en refugio y escenario constante de la lucha. Las montañas del sur, las barrancas y caminos de Lerma y Temascaltepec se poblaron de guerrillas que mantuvieron viva la llama de la independencia. El espíritu del Calvario no se extinguió; se dispersó como semilla hacia toda la región.
Para Toluca, aquella batalla dejó una huella profunda. En los años siguientes, la villa se volvió un punto de paso obligado de tropas insurgentes y realistas, un lugar de vigilancia y sospecha, de alianzas secretas y traiciones. El eco de los cañones del Calvario resonó en su memoria colectiva. Los toluqueños comenzaron a mirar el cerro no sólo como parte de su paisaje, sino como símbolo de resistencia.
Hoy, más de dos siglos después, el cerro del Calvario se alza tranquilo en medio del dinamismo urbano. En su cima, la capilla blanca que le da nombre custodia los vestigios de aquel día de fuego y esperanza. Desde ahí se puede contemplar la ciudad entera, moderna y viva, sin olvidar que bajo sus cimientos hubo una vez una batalla que anticipó la libertad.
Cada 19 de octubre, no hay desfiles ni tambores, pero sí un silencio reverente, como si Toluca entera recordará que en esas laderas nació parte de su historia. Porque
El Calvario no sólo fue una batalla: fue el momento en que Toluca empezó a forjar su destino dentro del largo camino hacia la independencia.
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