Cada diciembre, cuando las luces se encienden y las letanías vuelven a escucharse en patios, jardines, salones y vecindades, México revive una tradición que se canta, se rompe y se comparte. Una tradición que tuvo su origen en el Estado de México. En particular en Acolman, un antiguo pueblo agustino donde la fe, la pedagogía colonial y la cultura popular se mezclaron para dar forma a las celebraciones decembrinas que hoy identifican al país.
Fue en 1587, en el ex convento de San Agustín de Acolman, donde se celebraron por primera vez las llamadas misas de aguinaldo, autorizadas por el Vaticano para celebrarse del 16 al 24 de diciembre. Aquellas ceremonias nocturnas, acompañadas de cantos, procesiones y representaciones del nacimiento de Jesús, no eran solo actos religiosos: eran una estrategia cultural. Los frailes buscaban sustituir el panquetzaliztli, festividades prehispánicas dedicadas al nacimiento de Huitzilopochtli, por un nuevo relato cristiano. Así nacieron las posadas.
En ese contexto surgió otro símbolo imprescindible: la piñata. En Acolman, los religiosos adaptaron una tradición china, que Marco Polo llevó a Europa y los frailes convirtieron en herramienta de evangelización. La estrella de siete picos representaba los pecados capitales; los colores, las tentaciones; el palo, la fe y la virtud; y los dulces, la recompensa espiritual. Siglos después, ese simbolismo se diluyó, pero la piñata permaneció. Hoy, Acolman sigue siendo su capital simbólica gracias a la Feria Internacional de la Piñata, que cada año reúne a artesanos, familias y visitantes.
Más al norte, en Tepotzotlán, la Navidad tomó forma teatral. Ahí se consolidó la tradición de las pastorelas, representaciones que mezclan humor, crítica social y catequesis popular. Desde mediados del siglo XX, la pastorela monumental que se escenifica en el antiguo colegio jesuita, hoy Museo Nacional del Virreinato, se convirtió en referencia nacional. No es solo una obra: es una experiencia comunitaria donde el ponche, la piñata y el diablo dialogan con siglos de tradición oral.
La comida navideña mexiquense también ha dejado huella. Los romeritos, el ponche con tejocote, los buñuelos y el champurrado hablan de un territorio donde la Navidad se cocina con ingredientes locales y se sirve en familia. Son sabores que viajaron del Estado de México al resto del país, acompañando las posadas y las fiestas.
El estado también es un importante productor de pinos de navidad y flores de Nochebuena, que se distribuyen por todo el país; al igual que los nacimientos de barro y una gran variedad de artesanías que decoran casas y mesas en estas fechas.
Así, el Estado de México es el corazón histórico de la Navidad mexicana. Se gestó en sus conventos, plazas y cocinas. Cada vez que se pide posada, que se rompe una piñata o que se canta un villancico, Acolman y el territorio mexiquense vuelven a estar presentes, recordándonos que la Navidad en México no solo se celebra: se hereda.
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