Por años, el Sistema Cutzamala fue sinónimo de angustia. Los embalses que alimentan a millones de personas en la Ciudad de México y el Estado de México se convirtieron en el espejo de una crisis que parecía irreversible. Entre 2021 y 2023, los reportes semanales de la Conagua eran un rosario de malas noticias: los niveles caían, las presas se vaciaban y el fantasma de la sequía más severa en décadas ponía a temblar las tuberías del Valle de México. Pero este 2025, el panorama es distinto: tras una temporada de lluvias más que generosa, el Cutzamala respira. Las presas están casi a su capacidad total y los números —por fin— parecen darle un respiro al sistema.

Sin embargo, ese alivio no debería confundirse con victoria. Lo que hoy se celebra como un milagro climático podría volverse un espejismo si se repiten los errores del pasado. Porque si algo enseñó la sequía reciente es que el agua, más que un recurso, es un equilibrio precario entre naturaleza, infraestructura y voluntad política.

El Sistema Cutzamala, obra monumental que desde los años ochenta lleva agua desde el Alto Lerma y el sur del Estado de México hasta la gran metrópoli, volvió a llenarse después de casi cinco años de agonía. Las presas El Bosque, Valle de Bravo y Villa Victoria lucen un espejo de agua que recuerda las postales de otros tiempos. Pero basta revisar las estadísticas para entender la magnitud del cambio: en octubre de 2023, el sistema apenas alcanzaba el 40 % de su capacidad; hoy supera el 95 %. Lo que fue una alarma hoy parece un bálsamo.

Aun así, el problema nunca ha sido solo meteorológico. Las lluvias llenan las presas, pero la distribución sigue siendo desigual, las fugas persisten y el consumo urbano crece sin medida. Hay zonas que se abastecen del Cutzamala donde se gasta el agua como si fuera infinita.

Los tres niveles de gobierno tienen ahora una oportunidad histórica: convertir este respiro en una estrategia. No basta con celebrar los embalses llenos; hay que invertir en mantenimiento, modernización y conciencia.

En los años críticos, se habló de trasvases, de plantas de tratamiento y de programas de captación pluvial, pero poco se concretó. Hoy, cuando el sistema vuelve a estar estable, es cuando más urge planificar. Porque cuando el agua sobra, es cuando más se desperdicia.

También los ciudadanos tenemos una tarea. El agua no llega sola: viaja cientos de kilómetros, se bombea miles de metros cuesta arriba y consume energía, presupuesto y esfuerzo humano. Cada gota que sale del grifo tiene detrás una historia de ingeniería y geografía, y también una responsabilidad compartida.

El Cutzamala lleno es, sin duda, una buena noticia. Pero sería trágico que este alivio se convierta en pretexto para bajar la guardia. La memoria de las presas vacías debería servir como recordatorio de que el cambio climático no da tregua y que los ciclos de abundancia y escasez se alternan cada vez con más violencia.

Ojalá esta vez, en lugar de esperar la siguiente crisis, aprendamos a administrar la calma. Si algo nos enseñó la sequía, es que el futuro del agua no depende del cielo, sino de lo que hagamos cuando el cielo, por fin, se acuerda de nosotros.

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