El Estado de México guarda en su geografía montañosa un episodio que marcó para siempre la memoria cultural del país: el Festival de Rock y Ruedas de Avándaro, celebrado el 11 y 12 de septiembre de 1971 en Valle de Bravo. Allí, entre lagos, neblina y cerros verdes, más de cien mil jóvenes se congregaron para escuchar guitarras distorsionadas, gritos de libertad y un eco que buscaba romper el silencio impuesto por la represión.

A escasos tres meses del Halconazo, que apagó con sangre una manifestación estudiantil, y apenas tres años después de la matanza del 68, la juventud encontró un resquicio para gritar que existía, aunque ese grito estuviera vigilado por los mismos ojos del poder.

Los defensores del festival hablan de un despertar generacional. Lo llaman el Woodstock Mexicano, con toda la carga de idealismo y caos que ello implica. Para muchos fue el primer espacio masivo donde los jóvenes del país se sintieron dueños de su cuerpo, de su música, de su destino. No hubo líderes ni discursos políticos: hubo guitarras, hubo mota, hubo cuerpos bailando al ritmo de la libertad.

En un país donde la juventud había sido castigada a sangre y fuego por atreverse a alzar la voz, Avándaro significó, aunque fuera por unas horas, el sueño de otra vida posible.

Pero la otra cara de la moneda es menos romántica. La prensa de la época lo condenó como un despliegue de libertinaje; el gobierno, sorprendido por la magnitud, encontró en las imágenes de desnudos y drogas la excusa perfecta para cortar de tajo el incipiente movimiento rocanrolero nacional.

No pocos analistas sostienen que el festival fue, en parte, una válvula de escape diseñada desde el poder: permitir la catarsis juvenil en un entorno controlado, en un rincón del Estado de México, para luego clausurar toda posibilidad de repetición. Durante años se prohibieron las tocadas.

¿Fiesta de la juventud o trampa para neutralizar? Esa pregunta sigue flotando medio siglo después.

Este jueves 11 se estrenará en cines la película “Autos, mota y rocanrol”, para revivir este episodio. Ocasión para reflexionar sobre qué fue Avándaro: ¿Un grito libertario apagado por la represión cultural que siguió?, ¿o un episodio manipulado, que sirvió al gobierno para lavarse la cara ante la juventud que había masacrado en las plazas públicas? El cine abre la herida y nos recuerda que la historia no se cuenta en blanco y negro, sino en claroscuros.

En este contexto, el Estado de México se alza como escenario de grandes momentos. En este caso, un experimento social donde se improvisó una utopía de guitarras. Territorio marcado como el lugar donde se conjugó el sueño y la sospecha.

Ahora, cuando se proyecta la película y se revive el mito, conviene recordar que Avándaro no fue solo un festival: fue espejo de un país dividido entre la represión y la esperanza. El Estado de México, albergando en su paisaje el Woodstock Mexicano, quedó inscrito en la memoria cultural como el espacio donde la juventud mexicana se atrevió a vivir su instante de libertad.

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