Sobre un paisaje semidesértico, una hilera de 68 arcos de piedra, cal y canto se alza como las costillas de un gigante que reposa. A simple vista, es un espectáculo silencioso, pero en sus piedras vive el eco del agua, corriendo desde Zempoala, Hidalgo, hasta Otumba.
Es el Acueducto del Padre Tembleque, la mayor obra hidráulica del virreinato. El 5 de julio de 2015, se convirtió en Patrimonio Mundial de la Humanidad, por la Unesco. A diez años de esa fecha, su grandeza sigue lejana de convertirse en el gran atractivo turístico que pudiera ser.
Imaginemos un corredor turístico que inicie en Acolman, en el convento agustino cuna de las posadas y las piñatas. Después la majestuosidad de Teotihuacán, que es donde mayormente se concentra el turismo en la región.
Pero también está Otumba, con la Casa de los Virreyes, el llano de la Batalla de Otumba, Burrolandia, el Museo del Tren, el exconvento de San Nicolás. Y además están las haciendas pulqueras de Axapusco y los paisajes de Nopaltepec.
Los atractivos están ahí, como notas sueltas de una sinfonía esperando al director que las haga sonar y reavive el legado hidráulico y cultural de la región. No sería difícil.
El Acueducto es ejemplo de empeño a lo largo de sus 48 kilómetros de extensión. En su punto más alto, alcanza casi los 40 metros de altura. Y es testimonio de que la escasez de agua más que obstáculo, fue un reto vencido con sabiduría indígena y determinación espiritual.
Fue construido entre 1555 y 1572, bajo la dirección de Fray Francisco de Tembleque, un fraile franciscano que soñó con llevar agua a los pueblos indígenas asentados en Otumba y sus alrededores. La obra fue posible gracias al conocimiento hidráulico de los pueblos originarios, a las técnicas europeas y, sobre todo, a la mano colectiva de comunidades que se beneficiaría de éste.
Durante siglos, funcionó como una arteria vital para la región. No fue sólo un monumento: fue un río sobre piedra. Transportó agua, pero también esperanza. A lo largo de su trayecto, las milpas florecieron, los oficios prosperaron, las comunidades crecieron. Luego vino el olvido, y con él, el deterioro.
Desde que obtuvo la declaratoria de la UNESCO, el sitio ha recibido recursos para su restauración. Sin embargo, es mucho lo que necesita. La señalización para llegar no es la mejor. Hay visitantes, sí, pero pocos, y la mayoría se va sin comprender del todo la magnitud de lo que están viendo. El acueducto sigue ahí, pero nadie lo cuenta como se debe.
Sabemos que no hay recursos que alcancen y que las prioridades pueden ser otras. Pero detonar el turismo también detona economía. Se necesita que el gobierno, en sus distintos niveles, reconozca que en estos arcos hay más que piedra: hay conocimiento sobre el agua y una lección de equilibrio entre el hombre y su entorno.
El agua ya no corre por sus canales, pero el mensaje sigue fluyendo. El Padre Tembleque no construyó solo un acueducto, sino un símbolo de lo que somos capaces de lograr cuando el conocimiento local y el compromiso colectivo se encuentran.
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