El 25 de noviembre de 2024, quince años y cinco legislaturas locales después de la primera iniciativa para despenalizar el aborto en el Estado de México, el Congreso local votó a favor de convertir a la entidad en la 18 del país en establecer la interrupción legal del embarazo hasta las 12 semanas de gestación. Un acto político celebrado por organizaciones y activistas como una conquista histórica para la entidad más poblada del país. La reforma quedó plasmada en el papel, pero en la práctica, la promesa de proteger derechos y dignidades empezó a tropezar con la burocracia, la resistencia institucional y los silencios médicos.
Desde los servicios de salud públicos, el Instituto de Salud del Estado de México publicó orientaciones para “aborto seguro” que tejen la intención sanitaria con las limitaciones del sistema: protocolos, tecnologías ambulatorias y la idea de atención oportuna. Pero lo escrito no siempre se vuelve operativo. Muchas unidades no han terminado de adecuarse y no hay aún estadísticas públicas oficiales sobre cuántos procedimientos se realizan en hospitales estatales ni sobre los mecanismos de referencia y seguimiento.
Los informes técnicos y de derechos humanos previos a la reforma ya advertían que eliminar sanciones penales no garantiza acceso efectivo. Human Rights Watch documentó obstáculos estructurales, desde la falta de información hasta la objeción de conciencia no regulada, que dejan a personas gestantes sin rutas claras para ejercer su derecho a la interrupción legal del embarazo. A un año, esas alarmas suenan menos atendidas que amplificadas: la despenalización corrigió una iniquidad legal, pero dejó intactas muchas barreras prácticas.
En la calle, colectivas, acompañantes y algunos medios locales registran la misma narrativa: aborto legal, pero inaccesible. Denuncias recientes señalan que la objeción de conciencia sigue siendo una traba persistente; que no se han desplegado con suficiencia servicios estatales y que, por ello, mujeres y personas gestantes continúan buscando atención fuera de la entidad o apelando a redes informales.
La investigación independiente también lo confirma: los Servicios de Aborto Seguro requieren no sólo leyes sino inversión sostenida, capacitación, modelos de referencia y sistemas de datos que permitan evaluar cobertura y calidad. Sin esas piezas -alertan organizaciones especializadas- la despenalización corre el riesgo de quedar como un hito simbólico cuya eficacia depende de voluntades dispersas más que de políticas públicas coherentes.
La conclusión es dura pero clara: un año después, el Estado de México vive una despenalización de dos velocidades. Legalmente, el avance existe; social y sanitariamente, el cambio es incompleto. Quitar el estigma exige más que leyes: requiere protocolos aplicados, datos públicos, sanciones por obstrucción institucional y políticas de educación sexual que desarmen la culpa. Si no se traducen en servicios seguros, accesibles y dignos, las mujeres seguirán contando sus abortos en voz baja, y los políticos celebrando un logro que no alcanza a transformar vidas.
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