La semana pasada, en el Instituto de Estudios Legislativos, durante el Conversatorio "El Desarrollo de las Mujeres en el Espacio Político/Legislativo en el Estado de México", surgió un comentario acerca de la supuesta falta de evidencia empírica del avance en función de la presencia de las mujeres en las estructuras de gobierno y de poder, que demuestre que ayuda, acompaña o transforma.

Vale decir que hablar de equidad de género en la política ya no es un asunto simbólico ni una concesión de corrección política, es una discusión profundamente democrática. Y también aún incómoda, por lo visto.

Porque cuando más mujeres entran a los espacios de decisión, algo se mueve. Se rompen inercias, se ventilan prácticas, se desordenan viejos acuerdos que durante décadas parecían intocables.

Las políticas de equidad, como las cuotas de género y la paridad, no surgieron por moda. Surgieron porque el acceso al poder estaba claramente inclinado. Durante años, los congresos y gobiernos fueron salas cerradas, con los mismos rostros, las mismas lógicas y, muchas veces, los mismos vicios.

Hoy, gracias a estas medidas, el panorama es otro: la participación femenina en parlamentos pasó de apenas 11 por ciento en 1995 a cerca de 27 por ciento a nivel mundial, y países como México ya alcanzaron la paridad. No es un dato menor. Es un punto de quiebre, al que claramente no todos nos acostumbramos. Es decir, resulta interesante como aún, a estas alturas de la historia, algunos hombres creen que las mujeres deberíamos presentar pruebas empíricas de que nuestra participación en la vida pública es valiosa, mientras los hombres ¿tienen el derecho por el simple hecho de existir, aunque hayan hecho un desastre de inequidad y corrupción durante siglos?

Y es que la presencia de mujeres no solo amplía la representación, también transforma la forma de gobernar. Diversos estudios internacionales muestran una relación clara, aunque a algunos les incomode, entre mayor participación femenina y menores niveles de corrupción.

El Banco Mundial documentó que, en más de cien países, a mayor número de mujeres legisladoras, menor corrupción percibida. En Brasil, las auditorías federales revelaron algo todavía más concreto: municipios gobernados por mujeres registraron menos irregularidades, menos desvíos y menos clientelismo. Dicho sin rodeos: el dinero público se cuidó mejor .

Además, cambia la agenda. Cuando las mujeres participan, entran al debate temas que antes quedaban relegados. Agua potable, salud, educación, cuidado infantil. En India, las comunidades encabezadas por alcaldesas impulsaron 62 por ciento más proyectos de agua potable. En Noruega, una mayor presencia femenina en gobiernos locales se tradujo en más

guarderías y mejores servicios de cuidado. Son ejemplos concretos, cotidianos, que impactan la vida real de las personas, no sólo los discursos.

No se trata de idealizar. Nadie gobierna mejor por razón biológica. Pero la diversidad rompe redes cerradas de poder, obliga a rendir cuentas y oxigena instituciones cansadas. Por eso también aumenta la confianza ciudadana y fortalece la legitimidad democrática.

En tiempos donde la corrupción erosiona la credibilidad pública y la democracia parece frágil, apostar por la equidad de género no es un gesto, es una estrategia. Una forma inteligente —y comprobada— de construir gobiernos más transparentes, más eficientes y, sobre todo, más cercanos a la gente. Porque cuando el poder se reparte mejor, se ejerce mejor.

La última trinchera

Al final, pese a la mayoría aplastante de Morena en el Congreso mexiquense, hubo una interesante discusión, análisis y cabildeo del presupuesto para el 2026 y algunas otras decisiones fundamentales como el futuro del ISSEMyM.

Vale la pena ver cómo se van moviendo las decisiones ahí y cómo se negocia desee la minoría, porque puede tardar un buen rato en lograrse un equilibrio de bancadas.

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