La violencia institucional hacia la opinión distinta en México no siempre se presenta con golpes, gases lacrimógenos o patrullas persiguiendo manifestantes. A veces llega disfrazada de desdén, de esa mirada que intenta reducir una exigencia ciudadana a un berrinche innecesario.

Y es que en este país, donde tanto nos gusta presumir la diversidad, todavía cuesta aceptar que alguien piense diferente, que alguien no se acomode al guión oficial o a la narrativa dominante.

Lo vimos recientemente con la manifestación convocada por integrantes de la generación Z en distintas ciudades del país, especialmente en la Ciudad de México.

Un ejercicio cívico, sí, pero también un desahogo colectivo. Gente que salió porque inconformidades que expresar. Nada extraordinario en una democracia… salvo por la respuesta institucional, que fue un recordatorio incómodo de que la tolerancia sigue siendo frágil.

Hubo intentos de minimizar la marcha, de ridiculizarla, incluso de invalidarla desde espacios oficiales. Comentarios que buscaban restarle legitimidad, como si la edad, la clase social, el tono de voz o el tipo de consignas determinarán el valor de un reclamo. Y la verdad es que esos gestos, que algunos consideran menores, hieren. Son pequeñas violencias cotidianas que van erosionando la confianza en las instituciones.

Porque no se trata sólo de permitir que la gente proteste —que por cierto es un derecho, no una concesión— sino de escuchar con verdadera disposición. De reconocer que detrás de cada pancarta hay historias, cansancio acumulado, preocupaciones compartidas. Cuando la autoridad responde con burla o indiferencia, manda un mensaje más fuerte que cualquier discurso: “tu voz no importa”.

Además, esa reacción revela un fenómeno preocupante: el miedo a la diversidad de pensamiento. Como si la discrepancia fuera una amenaza y no una oportunidad para corregir el rumbo. Y eso, en una sociedad tan compleja como la mexicana, es peligroso. La uniformidad obligada sólo genera más resentimiento, más distancia, más ganas de romperlo todo.

Lo más grave es que este tipo de violencia simbólica se normaliza. Se convierte en chiste, en meme, en conversación de café. Pero detrás del humor hay una alerta: si no defendemos el derecho a disentir hoy, mañana no habrá espacio para hacerlo. La democracia se encoge lentamente, casi sin que nos demos cuenta, como una prenda que se lava mal una y otra vez.

México necesita instituciones capaces de escuchar sin ponerse a la defensiva, gobiernos más maduros, más seguros de sí mismos. Y, sobre todo, necesita entender que la discrepancia no debilita; por el contrario, oxigena. Permite que las sociedades respiren, ajusten, cambien.

La manifestación de la generación X no fue un capricho ni un acto de nostalgia. Fue un recordatorio. Una llamada suave, pero firme, para decir que la ciudadanía está viva, que piensa, que observa. Ojalá la autoridad lo entienda antes de que la gente, cansada de ser ignorada, decida alzar la voz en las urnas.

La última trinchera

El Buen Fin en el Estado de México fluyó en paz y calma, a pesar de las plazas atiborradas y los comercios abiertos hasta tarde.

Da gusto ver tanta gente en la calle, disfrutando sus comunidades y hacer compras o pasear en calma, poner pausa, aunque sea breve, al temor a la delincuencia, organizada y común.

Síguenos en nuestras redes sociales:

Instagram:, Facebook:y X:.

Google News

TEMAS RELACIONADOS