Martha González

Lluvias que arrasaron con gobiernos enteros

Desde la trinchera

La Ciudad de México y gran parte del Estado de México han vivido, en los días recientes, un recordatorio brutal de su fragilidad frente a la fuerza de la naturaleza. Las lluvias intensas no han sido simplemente un fenómeno meteorológico más; han sido tormentas que desnudan lo mal preparadas que están nuestras autoridades para enfrentar emergencias que, por cierto, no son nada nuevas.

Inundaciones que arrasan con casas, automóviles atrapados en avenidas convertidas en ríos, familias enteras que lo pierden todo en cuestión de minutos.

Es esa sensación de abandono, de saber que, aunque cada año empeora, las autoridades actúan como si se tratara de una sorpresa. ¿Cómo explicar que, en una ciudad con tanta infraestructura y recursos, como la capital del país y el estado más grande no existan planes de emergencia claros, eficientes y visibles para la gente común?

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El drama se multiplica cuando las familias damnificadas tienen que improvisar. Son los vecinos quienes sacan el agua con cubetas, los jóvenes quienes levantan barricadas improvisadas para desviar corrientes, las madres quienes rescatan documentos empapados porque saben que perderlos es casi tan grave como perder un mueble.

Y, mientras tanto, los funcionarios aparecen tarde, con discursos gastados y promesas que se repiten como un eco vacío.

Además, hay que decirlo: lo que hoy ocurre no es fruto únicamente de la lluvia. Es también consecuencia de un urbanismo desordenado, de un drenaje obsoleto que ya no resiste la carga de una megalópolis en crecimiento, y de la indiferencia política que prioriza la inmediatez de la foto antes que la prevención real.

Hoy son colonias de Tlalnepantla, mañana barrios de Iztapalapa, después municipios del Valle de México. Y así, un ciclo interminable donde la tragedia se normaliza.

Lo más grave es que la gente ha comenzado a acostumbrarse. Ya no sorprende ver imágenes de autos flotando en Periférico, ni escuchar que un río se desbordó en Chalco. Se cuenta como parte del “clima”, como cosa de temporada, como si fuera inevitable. Pero no lo es. Lo inevitable es que llueva, lo evitable es que esas lluvias se conviertan en tragedias por falta de preparación.

La esperanza, sin embargo, no está perdida. Cada crisis deja en evidencia que las comunidades son capaces de organizarse, de resistir y de apoyarse unas a otras cuando el Estado falla.

Ese capital social, ese espíritu solidario, debería ser la base para una política pública distinta: una que no llegue siempre después del desastre, sino antes, para prevenirlo.

El problema de fondo no es la lluvia. Es la falta de voluntad política, o peor aún, de capacidad, para actuar a tiempo, para planear con seriedad, para reconocer que el futuro traerá tormentas aún más severas. Y lo triste es que, si no se hace algo ya, la próxima inundación no sólo nos mojará los pies: terminará arrastrando la confianza que todavía queda en quienes deberían protegernos.

La última trinchera

Se acabó la historia de los informes regionales y vienen las comparecencias de los integrantes del gabinete.

Habrá que esperar a saber quiénes participan en este ejercicio, pero para cómo va la cosa será Laura González de Desarrollo Económico o Cristóbal Camarillo de Seguridad y no mucho más.

No se imagina uno a Daniel Sibaja o a Macarena Montoya dando la cara frente a la oposición, ¿o sí?

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