Los recientes operativos en el sur del Estado de México nos ponen a los mexiquenses de frente en un espejo que hemos pretendido evadir durante muchos años, tal vez demasiados años. Este es un estado sumido en la violencia, el delito y la amenaza constante por demasiado tiempo.

Aquí la violencia ya no es una sombra lejana. Se ha vuelto parte del paisaje cotidiano. Está en los ojos que se cruzan con recelo en la calle, en las conversaciones que bajan el tono cuando se menciona a “los del sur”, en los negocios que cada mes hacen cuentas no sólo con el SAT, sino con el crimen organizado. Vivir con miedo no debería ser normal, pero aquí lo es.

Y es que la realidad pega duro, basta con escuchar a la gente. A los comerciantes que deben pagar “cuota” para que no les quemen el local, a los transportistas que temen en cada kilómetro recorrido, a las familias que ya no salen después de cierta hora porque “mejor no arriesgarse”. Todo eso duele, cansa, indigna, pero por décadas ha sido así y nada pasaba.

Los delitos no paran. El robo a mano armada en el transporte público no deja de ser una pesadilla recurrente en municipios como Ecatepec, Naucalpan o Chimalhuacán; pero también en Toluca, Zinacantepec, el norte del estado o en el sur, donde ya no hay duda, “la maña” todo lo gobernaba.

En zonas como el sur del estado, la historia es todavía más oscura. La presencia de grupos criminales como La Familia Michoacana ha ido más allá del simple dominio territorial. Controlaban desde el precio del huevo hasta los camiones de materiales de construcción, se erigieron como una autoridad paralela -violenta, impune- que decidía quién trabajaba, cuánto cobraba y, en muchos casos, si vivía o moría. En municipios como Tejupilco, Luvianos, Tlatlaya o Amatepec, los habitantes están resignados a caminar sobre una delgada línea entre la normalidad fingida y el horror cotidiano.

Pero el sur no es el único foco rojo. En el oriente los tentáculos de otros cárteles ya también se han acomodado. Se han instalado en municipios como Valle de Chalco, Nezahualcóyotl, Ixtapaluca, La Paz. Primero operan en silencio, luego toman el control.

Extorsionan negocios, infiltran gobiernos locales, intimidan a quien se resiste. Lo hacen de forma sigilosa, hasta que es demasiado tarde.

Sí, hubo operativos, discursos y a veces hasta detenciones que se presumieron con bombo y platillo. Pero también impunidad, miedo y silencio, porque siempre en algún punto de la cadena institucional algo falla y los malos vuelven a las calles a imponer su ley.

Lo más peligroso es que, poco a poco, nos hemos ido acostumbrando. A cerrar antes, a no hablar de ciertos temas, a no confiar en nadie. Y cuando el miedo se vuelve rutina, la democracia se debilita. Porque donde manda la violencia, calla la participación ciudadana. Y eso nos está costando carísimo.

Hoy, entre los operativos en todo el estado, las acciones especiales en el oriente y el sur sumadas a detenciones y procesamientos, renace la esperanza, veremos…

La última trinchera

Un aspecto que no puede desdeñarse de los operativos recientes es que, efectivamente fue hasta que la autoridad federal actuó con decisión que en la localidad se llevaron a la realidad detenciones.

Mucho antes hubo investigaciones, denuncias, señalamientos, pero nunca se articularon hasta convertirse en una operación conjunta que diera resultados, a pesar de que la política se conjugó en los tres órdenes de gobierno durante décadas. ¿Cuál fue la diferencia ahora? Se llama voluntad.

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