Hay momentos en los que resulta imposible no sentir un nudo en el estómago. Una mezcla de indignación, cansancio y tristeza al constatar que, pese a los avances institucionales, legales y discursivos, el rechazo social hacia las personas de la diversidad de género sigue ahí, enquistado, presente en lo cotidiano y, demasiadas veces, abiertamente brutal.

Las leyes han avanzado, es cierto. Existen marcos jurídicos que reconocen derechos, protocolos de inclusión bien redactados y discursos oficiales que hablan de igualdad con tono solemne. Pero la verdad es que, en la calle, en la escuela, en el trabajo y hasta dentro del hogar, el odio sigue encontrando grietas por donde colarse.

Y es que no se trata únicamente de agresiones físicas, que ya de por sí son intolerables. El daño más persistente suele ser silencioso y constante: miradas que juzgan, risas ahogadas en los pasillos, exclusión disfrazada de “falta de perfil”, comentarios supuestamente inofensivos cargados de veneno, y una negación cotidiana de la identidad ajena. Ese rechazo diario va desgastando, mina la autoestima y deja cicatrices que no se ven, pero que pesan. Cicatrices que ninguna ley, por sí sola, logra borrar.

La paradoja es evidente y duele. Vivimos en una época que presume apertura y modernidad, pero una parte significativa de la sociedad sigue reaccionando con miedo ante lo que no entiende. La diversidad continúa viéndose como amenaza, cuando en realidad es una expresión legítima, compleja y profundamente humana. Lo distinto incomoda porque sacude certezas, rompe moldes cómodos y obliga a revisar creencias heredadas que durante años nadie se atrevió a cuestionar.

Aceptar la diversidad de género no es una concesión ni una moda pasajera. No es “tolerar” desde arriba. Es, simplemente, un acto básico de justicia social. Las personas diversas trabajan, estudian, cuidan, crean, pagan impuestos, aman y sostienen comunidades enteras. También hacen país, aunque a veces se les quiera invisibles. Negarlo es cerrar los ojos a una realidad que está ahí, viva y presente.

Además, los avances legales, aunque indispensables, se quedan cortos si no vienen acompañados de una transformación cultural profunda. Urgen campañas permanentes de concientización que hablen claro, que eduquen desde edades tempranas y que desmonten prejuicios con información, empatía y cercanía. No campañas simbólicas para cumplir con la agenda del mes, sino esfuerzos sostenidos que interpelen al ciudadano común, que expliquen, con ejemplos sencillos, que el respeto no amenaza a nadie y que la inclusión no quita derechos, los multiplica.

El reto es enorme, sí, pero también inaplazable. No se puede seguir tolerando que el odio se disfrace de opinión ni que la discriminación se justifique bajo el cómodo argumento de las “creencias personales”. Una sociedad que aspira a llamarse democrática debe aprender a convivir con sus diferencias, no a perseguirlas.

Porque lo diverso no fragmenta. Al contrario, enriquece, amplía miradas y fortalece el tejido social. Reconocerlo no es un gesto extraordinario; es un paso necesario hacia una sociedad más justa, más humana y, sobre todo, más honesta consigo misma.

La última trinchera

La gobernadora mexiquense, Delfina Gómez evitó este año las vacaciones generalizadas y las ausencias en las oficinas de gobierno. Todos a trabajar, o al menos esa fue la instrucción.

La idea es atender las necesidades del Estado de México y de la ciudadanía permanentemente, porque esas no saben de periodos vacacionales.

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