El fuero nació con una intención que, en papel, suena casi noble: proteger a los representantes populares de presiones, amenazas o venganzas políticas.
Garantizarles libertad para legislar, para alzar la voz, para señalar lo que muchos prefieren callar. Pero la realidad, dura y cotidiana, nos ha ido mostrando otra cara. Una mucho más incómoda. Más oscura. Y, para mucha gente, francamente indignante.
La verdad es que, con demasiada frecuencia, el fuero ha dejado de ser un escudo institucional para convertirse en un manto de impunidad. Y es que no hablamos de errores humanos pequeños, de tropiezos comprensibles. Hablamos de abusos graves, de prepotencia en público, de desvíos de recursos, de agresiones, de decisiones tomadas con esa sensación de “nadie me puede tocar”. Esa actitud que se nota en la mirada, en el gesto, en la sonrisa torcida.
Hay escenas que se repiten, casi como una película que ya cansa. Políticos que chocan en estado inconveniente y se amparan en escoltas y credenciales.
Funcionarios que insultan a policías, a ciudadanos, a periodistas, sabiendo que tienen un colchón legal que los cubre. Legisladores señalados por violencia familiar que siguen cobrando, votando, posando para la foto. Todo bajo el paraguas de una palabra: fuero.
Además, hay algo que molesta todavía más y que no siempre se dice en voz alta: la desigualdad que genera. Porque mientras cualquier ciudadano enfrenta consecuencias casi inmediatas por una falta, ellos encuentran puertas giratorias. Amparos. Dilaciones. Comisiones que “analizan”. Congresos que se hacen los distraídos. Y eso, poco a poco, va erosionando algo mucho más delicado que una ley: la confianza.
Y es que cuando la gente ve que la ley no es pareja, que unos viven bajo reglas estrictas y otros bajo privilegios blindados, se instala un sentimiento de hartazgo silencioso. No siempre se grita. No siempre se marcha. Pero se queda ahí. Se acumula. Se convierte en cinismo. En desinterés. En esa frase peligrosa que se escucha cada vez más: “todos son iguales”.
El fuero no debería ser jamás un salvoconducto para la barbaridad ni una licencia para el abuso. Debería ser una garantía de libertad política, no una coartada para la impunidad. Porque una democracia no se construye con blindajes personales, sino con responsabilidad real. Con consecuencias. Con rendición de cuentas.
Y al final, la pregunta que queda flotando es sencilla, pero incómoda: ¿de qué sirve elegir representantes si, una vez en el cargo, se colocan por encima de la ley que ellos mismos prometieron defender? Ahí es donde el sistema empieza a crujir. Y donde la paciencia ciudadana, poco a poco, se va agotando.
La última trinchera
Ya estamos en la época de informes municipales y todo fluye. La política está en todo su apogeo y más que resultados del trabajo de los ediles vemos pasarelas aquí y allá.
No cabe duda que los demonios andan sueltos y no queda más que estar atentos, porque nada es lo que parece.
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