Hay políticos que parecen sufrir alergia a la alegría. Apenas un gobierno municipal organiza un festival, un concierto gratuito o una feria cultural, y de inmediato surgen los mismos rostros de siempre, los que viven de la crítica fácil, lanzando acusaciones de “populismo”, “derroche” o “campañas disfrazadas”. Lo curioso es que casi nunca tienen algo mejor que proponer. Les molesta ver plazas llenas, calles animadas y gente disfrutando sin pagar un peso. Les incomoda, quizá, la felicidad ajena.

En Toluca y Metepec, por ejemplo, los festivales recientes han convocado a miles de familias. Niños corriendo con algodones de azúcar, jóvenes cantando, adultos mayores recordando canciones de su época. Todo eso, esa energía colectiva, esa pausa necesaria frente al caos cotidiano, tiene un valor que no se puede medir en pesos ni en boletos vendidos. Pero claro, los opositores de escritorio prefieren reducirlo todo a una cifra en el presupuesto.

Dicen que los gobiernos deberían gastar en cosas “más útiles”. Pero ¿qué es útil, exactamente? Porque esos mismos políticos no se quejan cuando se destinan millones a programas burocráticos, informes llenos de cifras huecas o campañas de imagen que prometen mucho y cambian poco. Programas que, con suerte, resuelven “a medias” un problema, si es que el problema no fue inventado para justificar el gasto. En cambio, un festival, un concierto, una feria cultural sí ofrecen algo inmediato: comunidad. Y eso, hoy en día, es casi un acto de resistencia.

La verdad es que hay quienes confunden gobernar con administrar tristezas. Creen que todo debe ser serio, gris, sin emoción. Pero gobernar también es cuidar el ánimo colectivo, mantener viva la esperanza, ofrecer espacios para respirar. No todo se resuelve con reglamentos y oficios. A veces se necesita una canción, una risa, una noche en la que el pueblo se sienta parte de algo más grande que sus preocupaciones diarias.

Y es que, si lo pensamos bien, los festivales populares no sólo entretienen: también reconstruyen el tejido social. Un barrio que baila junto, que canta junto, que se reconoce en una fiesta, es un barrio menos violento, más solidario. La cultura, aunque algunos la subestimen, es una forma de seguridad preventiva. Es inversión emocional, no gasto.

Además, vale recordar algo: los festivales no tapan problemas, pero sí ayudan a sobrellevarlos. Una sociedad agobiada por la inseguridad, el tráfico y la incertidumbre necesita, de vez en cuando, una pausa luminosa. Algo que recuerde que la vida vale la pena. Criticar eso es, francamente, no entender de humanidad.

Al final, quienes asisten a estos eventos no lo hacen por un cálculo político. Van porque lo disfrutan, porque lo necesitan. Porque sentirse parte de una multitud feliz es una forma de sanar.

Quizá algún día entiendan que gobernar también implica emocionar. Que no todo lo importante cabe en una tabla de Excel. Que la alegría, cuando se comparte, también construye ciudadanía. Mientras tanto, que sigan criticando desde su trinchera gris. Los ciudadanos, por suerte, saben distinguir entre un gasto inútil y una inversión en felicidad.

La última trinchera

Los informes de los diputados están en puerta y todos ofrecen grandes sorpresas, destapes y emociones en sus ceremonias.

Se ve que faltará sustancia y que actividades por informar hay pocas, así que vale la pena estar pendientes de los entornos, los invitados y los festejos. Ahí va a estar el meollo del asunto. La actividad legislativa, es lo de menos.

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