En la Constitución de 1917, la nación mexicana se confirió la libertad de expresión y de imprenta, a través de sus artículos 6º y 7º. Sin embargo, como se constató durante varias décadas, la censura se ejerció de facto. En nombre de la moral pública, de las buenas costumbres o del decoro, fueron suprimidos, mutilados, vetados o resguardados programas televisivos, radiofónicos, filmes, obras de teatro, periódicos y otro tipo de impresos que atentaban contra el orden y el control social.

Desde finales de los 80 en adelante, al calor de la apertura política, de cierto pluralismo, del avance en reformas para ampliar los derechos humanos, de la emergencia de tribunales focalizados en proteger la libertad de expresión, aunado al hecho de que el Estado mexicano fue perdiendo el control hegemónico sobre los medios de comunicación, también comenzó a desaparecer aquella censura generalizada (aunque no del todo) sobre el uso del lenguaje soez.

Es así como, de unos años para acá, vemos cómo se multiplican los denominados “programas de opinión”, a los que acuden representantes de los principales partidos políticos para “nutrir” el debate público. Supuestamente concurren para informar a la ciudadanía. No es así. Ese no es su propósito central.

Claramente inscritos en un marco interpretativo, lo que en la literatura científica-social se conoce como affective framing, estas personalidades políticas no asisten a tratar el tema, sino que buscan generar rechazo emocional hacia el otro; polarizan la dimensión afectiva a través del empleo de groserías, descalificaciones y de registros bajos, pedestres y zafios, desplazando el hilo argumentativo propio y el del oponente. Esta condición aleja la discusión de fondo y permanece en el terreno del escándalo o la indignación, reproduciendo un binarismo político cifrado en: honestos/corruptos; pueblo bueno y sabio/élite política o económica y mala; transformación/decadencia; pasado/presente.

Es así como la comunicación política se ha tornado en performance y espectáculo. Cada vocero de un partido político o de un gobierno actúa, confronta, escenifica, muestra imágenes, desincentiva cualquier argumento. Para ello, hace uso de la grosería, la burla, la expresión maleducada, burda y tosca.

Penosamente, casi todos los días se producen, circulan y fragmentan programas transmediáticos en los que las y los voceros llegan a la escena para machacar cerrilmente con su interpretación sectaria; para edificar villanos(as); para mostrar al adversario como enemigo moral o ilegítimo; para intensificar el conflicto.

En suma, buscan movilizar sentimientos como la indignación, el desprecio, el enojo, la burla o el asco, mediante el uso reiterativo de registros vulgares. Como diría el lingüista cognitivo George Lakoff, el debate político ya no se gana con argumentos, con datos o con verdades fácticas, sino activando marcos morales previos, pero no razonamientos.

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