Nací en los 80’s. Eso significa que hay dos notas musicales que definieron para siempre mi relación con el mar. Si ustedes, al igual que yo, quedaron marcados por ellas, cuando están a punto de adentrarse al mar, su cerebro se encarga de comenzar a reproducir, in crescendo, un “chan chan, chan chan…” mientras comienzan a perder la confianza, retroceden un poco y, vacilando, piensan en esa criatura que puede estar al acecho, en el fondo del mar, preparando una embestida para calmar su sed de sangre.
Esa respuesta (o condicionamiento, qué sé yo) se la debemos nada más y nada menos a una de las películas más impresionantes y terroríficas de todos los tiempos. Seguro ya lo adivinaron: Tiburón de Steven Spielberg.
Basada en la novela del mismo nombre y escrita por Peter Benchley, se inspiró en un caso real de ataques de tiburón en New Jersey durante el verano de 1916, donde fallecieron cuatro personas; el clásico Moby Dick de Mellville y un famoso cazador de tiburones: Frank Mundus.
Gracias a su buena suerte (y a que un par de cineastas se negaran a trabajar en la cinta) un joven Spielberg de 27 años, terminó al frente del rodaje.
La locación perfecta se encontró en Martha’s Vineyard, Massachusetts, iniciando las grabaciones en mayo de 1974. Ese lugar encarnaría en la ficción la localidad de Amity Island, donde un enorme tiburón blanco lleva a cabo una hecatombe sangrienta involucrando (como si de un chiste se tratara) a un jefe de policía, un pescador y un oceanógrafo, encarnados por Roy Scheider, Richard Dreyfuss y Robert Shaw. Por cierto, estos dos últimos se odiaban en la vida real.
Para nuestro protagonista, se pensó en entrenar a un escualo como si de un perrito se tratara, pero en lugar de eso decidieron crear tres tiburones mecánicos de 7.5 metros de largo, con la ayuda de 40 técnicos y 14 operarios. El primero, cosa curiosa, fue bautizado como “Bruce” en honor del abogado de Spielberg.
Y aquí, mis queridos lectores, es donde comenzaron los verdaderos problemas: los tiburones mecánicos comenzaron a presentar fallos técnicos debido a la humedad y la sal del mar. Cuando todo parecía perdido, Spielberg optó por una idea magistral: el tiburón sería revelado poco a poco: ahora una toma de lado, la clásica aleta dorsal… y así, podemos conocer al escualo en su magnífica gloria después de más de una hora del metraje. Esto me recuerda a Drácula de Bram Stoker, con sus contadas apariciones o Alien, el octavo pasajero de Ridley Scott, donde el Xenomorfo aparece escasamente, alimenta el suspenso y el miedo a lo desconocido.
Si a esta fórmula le agregamos la banda sonora creada por el maestro John Williams, todo encaja a la perfección. Ya lo decía al inicio: solo de un par de notas alternadas (Mi y Fa) tocadas en el piano, con un toque amenazante, quedaron inmortalizadas para la eternidad, me atrevería a decir, en el inconsciente colectivo.
La última pieza del rompecabezas fue la impresionante ilustración, realizada por el artista Roger Kastel, con un contraste perfecto entre el azul del agua y el rojo del título. El cartel original, que además ha sido parodiado cientos de veces, se perdió desde 1975, y no se volvió a recuperar.
Tiburón marcó un antes y un después. Gracias a ella nació el concepto de Blockbuster, esa película que se estrena en verano con masivas campañas publicitarias para atraer a más espectadores.
Por cierto, en México tuvimos a Tintorera, película dirigida por René Cardona Jr., una mezcla de sexplotaition y serie “b”, una joya del mal gusto pues.
Se vienen muchas actividades para festejar los cincuenta años de Tiburón, lanzada un 20 de junio de 1975. Mientras tanto, los reto a adentrarse en el mar sin pensar en la banda sonora de Williams.
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