Todos, en algún momento de nuestra vida laboral nos hemos visto envueltos o arrastrados hacia el clásico intercambio navideño: esa bonita y, en ocasiones, controversial costumbre donde comúnmente le dejamos al azar nuestro destino y el de quienes conforman esta sana tradición.

Hace unos años, en uno de mis trabajos, decidimos evitarnos problemas y cada uno escribía, además de su nombre, tres opciones de regalo que, sabíamos, nos iba a hacer felices y evitábamos el sino fatal de recibir un regalo de manos quien no te conoce o sabe tus gustos. En una jugada más arriesgada, que rompía todo esquema tradicional e iba en contra de las leyes del Dios de los intercambios, compraba mi propio regalo junto con otro amigo (previo acuerdo con los organizadores) para tener exactamente lo que queríamos.

Pero ¿de dónde viene esta idea de intercambiar regalos? Se cree que, en la antigüedad, durante la llamada Saturnalia Romana, una de las fiestas más populares que se realizaba en diciembre, los romanos celebraban a Saturno con banquetes e intercambio de regalos, representando la esperanza de prosperidad.

La parranda comenzaba el 17 de diciembre y se extendía durante seis días en los que se dejaba de lado el trabajo para enfocarse en la festividad. Acá se comenzaron a intercambiar figuras de cera o cerámica, conocidas como sigillarias, además de regalar tablas de escritura, lámparas o peines.

Además, durante el Solsticio de Invierno, existían diversas culturas europeas, incluyendo las nórdicas, que hacían intercambios en esta época con el propósito de desear buena fortuna para el nuevo ciclo.

Durante el medievo los monarcas ingleses, bastante manchados, obligaban a sus súbditos a darles regalos poniendo como pretexto los impuestos, esto entre el siglo XIII y hasta el VXII. La “gente de a pie”, como comúnmente se dice, intercambiaba regalos en Año Nuevo, donde ya comenzaban a aparecer los clásicos guantes, así como especias y frutas de temporada.

Posteriormente, debemos darle la bienvenida al clásico y bonachón gordo, por todos conocido como Santa Claus, nacido en la actual Turquía y que antes de convertirse en una súper estrella y portar los colores de una refresquera, era un obispo chévere que usaba el dinero que tenía para ayudar a los pobres, dando regalos a la gente más necesitada.

No podemos dejar de lado, en nuestro país, a los Reyes Magos. Esos tres alegres compadres que hicieron el viaje de sus vidas portando regalos que valieran la pena y fueran dignos del pequeño que habían ido a visitar. Año con año, además de comer rosca y negar la paternidad de los niños que contiene, esperamos su llegada para que nos dejen, a un lado de nuestro zapato bien boleado y reluciente (casi como si fuéramos a bailar con Carmelita Salinas en el Salón México) los regalos que nos merecemos por haber sido buenos y responsables.

Ya lo cantaban las Ardillitas de Lalo Guerrero: “Somos ardillitas, somos tres, no somos dos. Estamos muy contentas, porque ahí viene Santo Claus. Muchos juguetitos, él nos va a traer, por buenos muchachitos que sabemos ser”.

Al final, sea cual sea el origen o la creencia que cada uno de nosotros tengamos, el hecho de regalar algo y compartir esos momentos con nuestros camaradas o compañeros de oficina, hacen que nuestras tradiciones permanezcan y no se pierdan en el olvido de los tiempos; además de la alegría, la sorpresa y el encanto de recibir un presente. ¡Qué comiencen los intercambios!

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