Hace unos días, Guillermo del Toro presentó su ambiciosa versión de Frankenstein durante la edición número 82 del Festival de Cine de Venecia. La verdadera nota fueron los trece minutos de ovación que recibió por parte del público y las primeras críticas que ha recibido este proyecto que será estrenado en noviembre.

Con los ánimos por las nubes y las expectativas que se tienen por ver una cinta más de Del Toro, al igual que otra versión del monstruo creado por Víctor Frankenstein, creo prudente recordar cómo fue escrita la novela de Mary Shelley en un lejano 1816.

Para llegar a la noche en que Shelley escribió su obra, debemos viajar hasta 1773, cuando, ante la Academia de Bolonia, el anatomista italiano Luigi Galvani leía su escrito titulado Il moto muscolare delle rane, dando a conocer sus experimentos en músculos extraídos de las ancas de rana que sufrían contracciones involuntarias al ser estimuladas con una corriente eléctrica. Unos años más tarde, en 1800, el físico italiano Alessandro Volta creó la primera batería y, con ello, la idea de insuflar vida con las propiedades de la electricidad.

Pues bien, los avances científicos y el propio galvanismo llegaban a oídos de todo el mundo, como fue el caso del poeta y aristócrata Lord Byron. En 1816, se encontraba pasando otro verano en Villa Diodati, en Coligny, cerca de Ginebra, Suiza. Tenía como invitados a William Polidori, su secretario, y a su amigo poeta Percy Shelley, quien acudió con su esposa, Mary Wollstonecraft (nombre de pila).

Durante una velada veraniega leyeron cuentos de fantasmas y Byron retó a sus invitados a escribir un relato de terror. El resultado de este desafío fue “El Vampiro” de Polidori y “Frankenstein o el moderno Prometeo”, de Mary, que terminaría publicado en 1818.

Aunque la base de su creación fue un sueño en el que veía a un pálido estudiante armar un cuerpo con partes de diferentes cadáveres, no cabe duda de que los experimentos y las preocupaciones científicas de la época sirvieron de inspiración.

No podemos dejar de lado la historia del buen Prometeo, un titán bastante inteligente que modelaba en barro a los seres humanos y que robó el fuego divino a los dioses y lo entregó a la humanidad. Este hecho le valdría el famoso castigo divino de vivir encadenado a una roca para que, cada día, un águila se encargará de devorar su hígado que, al ser inmortal, se regeneraba por la noche, atormentado eternamente.

Hablando de la creación de seres artificiales, no podemos dejar de recordar que, en la Ilíada, el herrero Hefesto tenía a su servicio mujeres hechas de oro que lo asistían en su palacio del Olimpo. O el clásico y bien ponderado Golem (que en hebreo significa masa informe), figuras creadas de arcilla o barro a las que se les insuflaba vida mediante ciertos rituales en nombre de Dios. Les recomiendo ampliamente el libro “Memorias de un hombre de palo” de Antonio Lázaro, basado en la leyenda de un hombre de madera creado por Juanelo Turriano, el mejor relojero del mundo en el siglo XVI.

Aunque Frankenstein, al igual que otros monstruos famosos, ha sido utilizado hasta el cansancio en la cultura popular, la adaptación cinematográfica de Universal, en 1931, con Boris Karloff como el monstruo, es la más famosa y recordada, tanto que, además de ser registrada por la compañía, les aseguro que ninguno de nosotros tiene una imagen distinta, de primera mano, al pensar en la creación del malvado doctor.

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