Frente al agotamiento del consenso neoliberal y la creciente frustración social, América Latina vive un ciclo político marcado por la emergencia de un neopopulismo que rebasa las categorías tradicionales de izquierda y derecha. A diferencia del populismo clásico —que articulaba demandas sociales bajo la retórica del “pueblo” contra las “élites”—, el neopopulismo incorpora tres elementos novedosos: identidades afectivas más que ideológicas; liderazgos personalistas sustentados en la emoción y la posverdad; y una agenda anti-establishment que captura el malestar generalizado, incluso cuando proviene de sectores históricamente representados por la socialdemocracia. Es un populismo de nueva generación que, en términos de Sasha Mounk en su texto “El pueblo contra la democracias”, el populismo opera dentro de democracias cada vez más “iliberales”, donde el apoyo popular se utiliza para justificar el debilitamiento gradual del pluralismo.
En este contexto, las ideas de Ernesto Laclau resultan especialmente útiles para comprender por qué estos liderazgos han logrado escalar electoralmente. El neopopulismo no construye programas coherentes: construye identidades. Teje lo que Laclau llama “cadenas equivalenciales de significantes”: mezclas de demandas contradictorias: orden y libertad, asistencia social y austeridad, soberanía y globalización selective, que encuentran unidad en un antagonismo común. No importa la consistencia ideológica, sino la capacidad de generar un “nosotros” compacto contra un “ellos” difuso. En paralelo, lo que Moisés Naím describe como la democracia 3P (populista, polarizada y posverdad) completa el cuadro: una ciudadanía cansada, desconfiada del sistema político y vulnerable a ofertas radicales que prometen eficacia sin controles.
A esto se suma la polarización afectiva estudiada por Mariano Torcal, que ha convertido al electorado en grupos con lealtades emocionales intensas, semejantes a hinchadas deportivas. Lo que cohesiona a estos bloques no es un proyecto, sino un rechazo visceral al statu quo. El viejo “centro” que articuló al neoliberalismo durante cuatro décadas ya no existe como territorio político; quedó reducido a una nostalgia tecnocrática incapaz de dar sentido a las ansiedades contemporáneas. El péndulo, por primera vez en mucho tiempo, dejó de oscilar entre izquierda y derecha: oscila entre enojos.
Argentina demostró este fenómeno con la consolidación del voto hacia Javier Milei. Su triunfo no representó una apuesta ideológica sólida, sino una identidad antiestablishment articulada contra “la casta”. El Salvador, con la reelección abrumadora de Nayib Bukele, evidencia cómo el liderazgo carismático puede convertirse en hegemonía emocional incluso a costa del pluralismo. En Europa, casos como el PVV en Países Bajos o el ascenso de Meloni en Italia muestran que este fenómeno no es latinoamericano, sino global: el malestar es hoy una identidad política.
México no es ajeno a esta transformación. La discusión pública está atrapada en una polarización afectiva que deja poco espacio para el debate racional: pueblo vs. élite, transformación vs. conservadurismo. Ambos bloques se mueven más por identidades que por ideas. El riesgo no es la irrupción de un Milei o un Kast, sino la normalización de la política emocional como único registro, donde la adhesión o el rechazo se vuelven automáticos y el pluralismo es visto como obstáculo. México aún está a tiempo de evitar ese destino, pero la ventana se estrecha.
La región demuestra que cuando la política se vuelve un plebiscito continuo de afectos, el péndulo deja de regresar al centro. El reto urgente es reconstruir un relato democrático que vuelva a darle sentido al futuro.
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