La Miscelánea Fiscal 2026 propone una serie de modificaciones tributarias que, según estimaciones del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP), podrían generar ingresos adicionales por más de 270 mil millones de pesos, equivalentes a aproximadamente el 0.7 % del PIB (CIEP, 2024). Entre los principales cambios figuran:

• Ajustes al Código Fiscal de la Federación, destinados a fortalecer la fiscalización de facturas falsas, ampliar las facultades del Servicio de Administración Tributaria (SAT) y modernizar procesos de control.

• Cambios en aduanas y aranceles, que incluyen la modernización del sistema, una mayor vigilancia y el incremento de los aranceles en sectores específicos, ampliando así la base gravable.

• Nuevos “impuestos saludables”, entre ellos el aumento de la tasa ad valorem y el establecimiento de una cuota específica para los cigarillos (Tasa ad valorem de 160% a 200 % y cuota por cigarro de 0.6445 a 0.8516 pesos en 2026, con incrementos anuales hasta 2030); el incremento del impuesto a bebidas saborizadas (cuota por litro de 1.6451 a 3.0818 pesos, es decir un incremento de aprox el 87%); y la introducción de un nuevo impuesto del 8 % a los servicios digitales de videojuegos con contenido violento (CIEP, 2024).

Aunque el discurso sostiene que estas medidas buscan una recaudación más justa, los efectos reales tienden a ser regresivos, pues se trasladan al consumo diario de los hogares, afectando sobre todo a las familias con menores ingresos. En un país donde la desigualdad económica es estructural, estas modificaciones podrían profundizar las brechas sociales, dado que los sectores con mayores ingresos siguen contando con mecanismos de deducción y exención fiscal, mientras que las clases trabajadoras enfrentan una carga cada vez más pesada.

Para este año, la población económicamente activa en México ronda los 60 millones de personas, y de estos, más del 50 % se encuentra en la economía informal. De tal manera que poco más del 45 % somos quienes pagamos impuestos en este país de más de 130 millones de habitantes. Esta primera cifra nos permite valorar que los impuestos son muy difíciles de cobrar en México, entre otras cosas porque, para hacerlo, siempre priman criterios políticos o de oportunidad, con el fin de evitar que la inconformidad se traslade a las siguientes elecciones. Dos hechos resultan inocultables: los más ricos siguen recibiendo un trato privilegiado, y los sectores medios son quienes cargan con la mayor presión fiscal.

Se dice que con el ISR se “ataca” a los de mayores ingresos proporcionalmente; sin embargo, todos los estudios especializados indican que este porcentaje es mucho mayor para los de menores ingresos que para los de mayores. Si además consideramos que los más ricos tienen múltiples formas de deducir impuestos y obtener beneficios o exenciones, entonces la pregunta es: ¿a quién se dirige realmente este tipo de medidas? La respuesta parece simple: el gobierno ha decidido cargar el mayor número de impuestos a las denominadas clases medias, a ese porcentaje de la población que supera los 25 mil 500 pesos mensuales por familia, ingreso promedio para este año, de acuerdo con el INEGI. Es a esta población a la que se destina la mayor cantidad de adecuaciones en la miscelánea fiscal.

El argumento detrás de esta decisión parece justificarse frente a hechos innegables: el aumento de la deuda externa, el déficit fiscal y los limitados recursos derivados de las amenazas y aranceles del gobierno de Estados Unidos hacia México, así como las amenazas de deportaciones y otros factores que complican el escenario nacional. A ello se suma el incremento del gasto gubernamental para mantener programas sociales, sin que el gobierno haya mejorado sustancialmente las condiciones de sus finanzas públicas. Pongamos por ejemplo el altísimo costo de la deuda de PEMEX y la Comisión Federal de Electricidad, dos paraestatales que consumen buena parte de los recursos del Estado. Si agregamos los recursos destinados a obras de infraestructura que no han resultado tan exitosas como se planteó, desde el aeropuerto en Tulum hasta los trenes metropolitanos o el Tren Maya, además de otras obras que no terminan de despegar (como la inversión en Mexicana de Aviación), el gasto del gobierno tiende a incrementarse sin una mejor recaudación.

Pondré dos ejemplos para advertir que esta es, ante todo, una decisión política. En efecto, se busca incrementar la recaudación, pero a costa de un sector social que ya mantiene una relación tensa con el gobierno. La apuesta es clara: el gobierno parece haber decidido prescindir del respaldo de la clase media, que representa entre el 20 y el 25 % de los contribuyentes, para concentrar su base electoral en los sectores más pobres, mientras mantiene intacta su relación con los empresarios. En otras palabras, se grava a quienes sostienen el consumo y la producción cotidiana, pero se protege a quienes concentran la riqueza.

Basta mirar hacia Europa para advertir que existen alternativas más equitativas. En Francia, por ejemplo, opera el Impuesto sobre la Fortuna Inmobiliaria (Impôt sur la Fortune Immobilière, IFI) y el Impuesto a la Herencia (Droits de Succession), ambos diseñados bajo criterios de progresividad que elevan la tasa conforme aumenta el patrimonio o el valor de la herencia. Estos mecanismos buscan equilibrar la desigualdad estructural y fortalecer las finanzas del Estado sin castigar el consumo ni debilitar a las clases medias. En cambio, en México, el 1 % más rico concentra cerca del 23 % de la riqueza nacional y permanece prácticamente intocado por la política fiscal. Resulta urgente considerar modelos que realmente graven a quienes más tienen y fortalezcan la justicia tributaria, en lugar de seguir trasladando la carga impositiva a los sectores medios bajo el argumento de que “es más fácil cobrarles”.

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