Yo recuerdo los movimientos que han antecedido al que hoy nos ocupa en la sucesión en la rectoría. Es reconocer que los estudiantes son la savia viva que mueve a las universidades. Los formamos para que florezcan en múltiples sentidos, y los modelos universitarios fomentan espíritus libres y críticos. Bajo esa lógica, los movimientos estudiantiles no pueden ni deben ser desvirtuados por supuestas manipulaciones, porque los jóvenes tienen capacidad y han sido preparados para tomar decisiones propias.
Con sus defectos y aciertos, los ejemplos más claros de ese ímpetu transformador están en nuestro propio himno: “enjambre de lumbre”. Cuando los jóvenes se movilizan, suelen hacerlo por causas justas, saliendo de su hábitat natural —el aula— para entrar en el campo de la disputa ideológica. Las protestas universitarias, creo yo, portan aires nuevos y generan relevos generacionales imprescindibles.
Recuerdo particularmente el movimiento estudiantil de 1976, el COCOL (Comité Coordinador de Lucha), que impidieron la reelección del primer Barrera. En 1978 fue el SITUAEM (Sindicato Único de Trabajadores) que también fue acompañado por los estudiantes, dónde tomaron las instalaciones de toda la universidad. En esos años surgieron nuevos liderazgos, al igual que en el contexto de los movimientos nacionales del Plan Carpizo y Ciudad Universitaria hacia 1987. Aunque en nuestra universidad no llegaron a huelga, sí marcaron presencia y resonancia.
Más adelante, los jóvenes mexiquenses secundaron las protestas por Ayotzinapa en 2014, y fue hasta cerca de 2020 cuando volvió a encenderse la chispa, con los famosos tendederos que denunciaban acoso y comportamientos indebidos por parte de docentes. Lo que quiero decir es que no debemos temer a los movimientos estudiantiles. Hoy la protesta es por un proceso sucesorio que ha dejado más dudas que certezas. Y, frente a la ausencia de diálogo las protestas han escalado a toda la comunidad universitaria, este tipo de conflictos no deben tratarse como amenazas, sino como oportunidades. La democracia sin conflicto no es más que un modelo autoritario. Procesar el conflicto es avanzar.
En medio de esta coyuntura, la declinación de Eréndira Fierro al proceso de designación no logró calmar los ánimos. Por el contrario, abrió paso a una discusión más amplia sobre la legitimidad del proceso y el futuro inmediato de la universidad. Dicha renuncia se convirtió en un parteaguas que dejó claro que las inquietudes no se limitan a una figura, sino a todo un modelo de toma de decisiones.
Los liderazgos que se están formando, así como las exigencias de discutir qué universidad queremos, seguirán creciendo. Las causas universitarias, cuando salen de las aulas, se convierten en causas colectivas. Así ha sido antes y así será ahora. Lo que sigue es talento para dialogar, atención para escuchar, fraternidad para entenderse y respeto, mucho respeto por los principios que han sostenido a la universidad pública desde que conquistamos su autonomía.
A esta postura se ha sumado una parte del personal académico, quienes a través de un pronunciamiento hicieron un llamado a la reflexión institucional, vale la pena destacar que ese documento, firmado por representantes de múltiples facultades e institutos, refleja un sentir colectivo que rebasa las fronteras estudiantiles. En él, se reconoce la legitimidad de las demandas del alumnado, se exhorta a detener el proceso de auscultación cuantitativa ante la falta de condiciones adecuadas, y se solicita instalar canales de diálogo eficaces y respetuosos, así como la exigencia de que cualquier solución respete la legalidad universitaria vigente.
Este pliego no es solo una postura gremial; es una muestra más de que el proceso de sucesión debe abrirse al escrutinio de toda la comunidad. La universidad es una construcción colectiva, y no puede continuar avanzando sin reconocer la pluralidad de voces que hoy exigen ser escuchadas.
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