La noción de gobernanza proviene del anglicismo governance y, más que un simple término de moda fue una respuesta conceptual a las crisis de gobernabilidad que vivieron las democracias latinoamericanas en los años noventa. En el marco de la Cumbre de las Américas de 1997, el entonces presidente chileno Eduardo Frei Ruiz-Tagle propuso la idea de la “gobernabilidad democrática” como salida al bloqueo institucional provocado por la fragmentación partidaria y la creciente pluralidad política que dificultaban la construcción de mayorías estables. Chile, gobernado entonces por la Concertación, una coalición que llegó a integrar hasta catorce partidos, fue laboratorio y ejemplo de esta búsqueda de equilibrios. El país aplicaba con disciplina las políticas neoliberales promovidas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), logrando notables resultados en materia de reducción de pobreza y estabilidad económica.
La llamada gobernabilidad democrática fungió entonces como un concepto aglutinador para reconocer la diversidad de sistemas políticos en América Latina. Sin embargo, el término fue progresivamente desplazado por el anglicismo governance, cuyo uso extendido significó una despolitización del poder: una función pública más técnica que ética, más gerencial que transformadora. Su apropiación por parte del discurso neoliberal lo convirtió en una categoría profundamente conservadora.
Si la gobernanza propone administrar el poder para hacerlo eficiente, el humanismo mexicano propone repolitizar para hacerlo justo. El primero reduce el gobierno a un ejercicio de gestión; el segundo lo reivindica como un acto de responsabilidad ética y social.
Ambos conceptos no son complementarios, sino antagónicos. La gobernanza busca neutralizar el conflicto; el humanismo mexicano lo asume como parte constitutiva de la vida democrática. Mientras la primera responde a una racionalidad tecnocrática y neoliberal, el segundo se arraiga en una tradición moral y filosófica que coloca a la persona en el centro de la acción pública. Figuras como José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Leopoldo Zea y Enrique Dussel sostienen esa visión humanista que exige repensar el poder desde la justicia, la dignidad y la comunidad, no desde la administración.
En las últimas décadas, el discurso de la gobernanza fue absorbido por el lenguaje tecnocrático y su aparente neutralidad. Su origen político —como mecanismo de equilibrio democrático— se diluyó en la retórica de la gestión eficiente, subordinada a los intereses económicos globales. Este extravío ideológico vació de contenido ético al concepto, reduciéndolo a métricas y procedimientos administrativos que poco dialogan con las realidades sociales de América Latina. Frente a ello, el humanismo mexicano ofrece una ruta distinta: no pretende administrar la desigualdad, sino transformarla. No busca conciliar con el mercado, sino subordinarlo al bien común.
Discutir la gobernanza sin contexto ni categorías analíticas es repetir lugares comunes. Se vuelve indispensable recuperar herramientas de análisis desde la filosofía política, la sociología y la historia latinoamericana para entender cómo se configuran las relaciones de poder y qué papel juega la ética pública. El humanismo mexicano ofrece ese marco interpretativo: no como nostalgia, sino como proyecto civilizatorio que coloca al ser humano —no al mercado ni a la burocracia— en el centro de la acción política.
Hablar de gobernanza desde la lógica del humanismo mexicano es revelar su contradicción interna: no hay técnica posible sin ética, ni gestión válida sin justicia. El humanismo no busca administrar el conflicto, sino reconocerlo como motor de la democracia.
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