Como bien lo señaló Georges Balandier en La política en escena: “El poder no se ejerce sin representación, y la representación necesita de escenificación”. En efecto, sin esa dramaturgia que parece excesiva, pero que en realidad confiere legitimidad, el poder carecería de resonancia social. También advertía: “La política no puede existir sin espectáculo, porque el espectáculo es el medio por el cual se hace visible”. Estas reflexiones nos recuerdan que, detrás de cada ceremonia, de cada aplauso y de cada símbolo, se juega la perpetuidad del poder mismo, que no solo se ejerce, sino que se representa para sobrevivir.¹
En ese sentido, la obra de Balandier pone de relieve los temas centrales para el análisis que comparto con ustedes: por un lado, el poder. Este requiere de símbolos que provienen de los actos públicos y que, aunque para algunos puedan significar una parafernalia excesiva, en términos de autoridad resultan imprescindibles porque permiten reconocer y consolidar liderazgos. Ello se evidenció en la reciente toma de protesta del presidente del Tribunal Superior de Justicia, Héctor Macedo García, así como de los magistrados y jueces electos tras la última reforma judicial. La ceremonia estuvo colmada de signos y rituales; en la entrada de Macedo García, el evento quedó enmarcado en una elección cuyo discurso subrayó que su mandato proviene de una justicia cercana al pueblo. Al mismo tiempo, advirtió que debía respetar dos exigencias ineludibles: el pueblo y la rendición de cuentas. Fue puntual al insistir en la transparencia y en su apertura hacia los otros dos poderes, el legislativo y el ejecutivo. En este sentido, la presencia de la gobernadora en ese acto permitió escenificar uno de los rituales más significativos de la política mexiquense: elevar y reconocer el papel del titular del poder ejecutivo como figura central del sistema político. No faltaron aplausos ni muestras de reconocimiento por parte de los representantes de los otros poderes, que en este escenario se inclinaron ante la investidura que encarna la jefa del Ejecutivo estatal, Delfina Gómez Álvarez.
Dentro de esta ritualidad, la forma y el diseño de los parlamentos mexicanos colocan en un sitial superior a quienes presiden los órganos de dirección. Este simbolismo, que a primera vista podría parecer secundario, constituye en realidad una de las prácticas esenciales de la cultura política mexiquense: situar en la cúspide al líder que encabeza el gobierno.
Bajo esa misma lógica, la maestra Delfina Gómez fue no solo reconocida, sino también aclamada como pieza fundamental del movimiento de transformación, vitoreada no únicamente por los militantes de su partido, sino por todos los presentes: miembros del gabinete, legisladores e invitados especiales. Todos coincidieron en que la titular del Ejecutivo representa esa expresión ciudadana que legitima su conducción. A la par, el líder de la Cámara de Diputados, el Dip. Francisco Vázquez Rodríguez, fue igualmente vitoreado por los suyos, pues en la cultura política local su papel resulta clave en este entramado simbólico.
En esta misma escenificación, asumió la Mesa Directiva, la Dip. Martha Azucena Camacho, una de las pocas mujeres que en los últimos años han presidido la mesa directiva. Su designación significó un reconocimiento histórico a quienes considera los principales liderazgos del movimiento: la propia gobernadora y el secretario general de gobierno, Horacio Duarte, quien estuvo presente en el acto y ocupó un lugar de asignado y posteriormente cedido por un legislador para que recibiera también el aplauso de sus compañeros. En su intervención, el Dio. Francisco Vásquez, líder de la Cámara, redondeó la ceremonia con un mensaje que reforzó la idea de que se trataba de una escenificación profundamente cívica, un acto que condensa la forma en que se construye y se manifiesta el poder en la entidad.
No obstante, todo lo anterior sería insuficiente para explicar la profundidad de la liturgia del poder que emana de estas puestas en escena que transmiten los ceremoniales cívicos en nuestra tradición política. La rica herencia cultural, marcada por la tradición católica, ofrece una dialéctica útil para describirlo: la apofática (negativa) y la catáfática (afirmativa). La primera alude a lo que no se ve, pero existe: en este caso, los rituales cívicos representan el ejercicio de la autoridad que, sin estar escrito en las normas, se traduce en liderazgo y carisma. La segunda exalta mediante protocolos y recursos simbólicos el papel de liderazgo que desempeñan los actores dentro del sistema. Esta tradición ha superado las divisiones partidistas y, en el caso mexiquense, se convierte en una expresión cultural de unidad e institucionalidad que no todos los estados de la República han desarrollado.
De ahí que los actores políticos comprendan que en esa ritualidad descansa la estabilidad del sistema: un entramado plural y antagónico que se congrega en actos cívicos para reiterar lo invisible, quién encarna el poder y cuál es su papel de representación para garantizar la cohesión política.
¹ Balandier, G. (1994). El poder en escenas: De la representación del poder al poder de la representación. Barcelona: Paidós.
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