Para un grueso contingente de la humanidad, los postulados ideológicos de la izquierda partidaria se han encargado de demostrar, una y otra vez, su ineficacia frente a los problemas de la desigualdad. En el otro extremo, la derecha —y más recientemente la ultraderecha— manifiesta diferentes ideas eslabonadas, construidas alrededor del desencanto hacia aquellas fuerzas que mantuvieron el poder durante décadas en distintos países. Así, la llamada teoría pendular, que se mueve de izquierda a derecha, ya no tiene hoy una explicación como la tuvo en el pasado, pues lo que ocurrió fue que la socialdemocracia convivió por décadas con el neoliberalismo y, tras ese periodo, el deterioro de su imagen y de sus proyectos de gobierno le ha cobrado factura en años recientes. De ahí las derrotas consecutivas que han sufrido en Europa y, más recientemente, en América Latina. México parece una excepción; sin embargo, podría convertirse en un número más en esta larga lista si no corrige el principal problema que enfrenta hoy, relacionado con la limitada capacidad para generar ingresos que permitan sostener sus proyectos y una línea de gobierno basada en atenuar las enormes desigualdades que caracterizan a nuestro país. Del otro lado de la fronteras tenemos como vecino a un auténtico bully que ha hecho del discurso racista, antiinmigrante y nativista una nueva bandera, que resulta muy atractiva para grupos de personas desencantadas con lo ocurrido en los últimos cuarenta años. No es que exista una escalada natural de la derecha o de la llamada ultraderecha; lo que sucede es que se ha perdido un horizonte ideológico y han surgido movimientos populistas que encarnan el descontento, lo trasladan a las urnas y son capaces de ganar el gobierno. Sin embargo, una vez instalados en el poder, tanto los populistas de izquierda como los de derecha se encargan de desentrañar las redes existentes para derribar la institucionalidad y construir una propia.

Como advierte Yascha Mounk, en El pueblo contra la democracia, los líderes autoritarios no llegan al poder mediante rupturas abruptas, sino a través de elecciones. Una vez instalados, tanto populismos de izquierda como de derecha tienden a desmantelar la institucionalidad existente para reconstruirla a su imagen y semejanza, debilitando los mecanismos de vigilancia y control ciudadano. La promesa de resolver los problemas inmediatos termina justificando la erosión democrática.

La desigualdad se ha colocado en el centro del debate político global desde hace ya varios lustros. Más allá de las etiquetas ideológicas tradicionales —izquierda y derecha—, lo que subyace en los recientes reacomodos políticos es una fractura más profunda: la distancia creciente entre quienes concentran la riqueza y quienes apenas logran sostener condiciones mínimas de vida. La polarización política contemporánea no puede entenderse sin atender esta realidad estructural.

Como ha demostrado Thomas Piketty con amplia evidencia empírica, las élites económicas globales tienden a reproducirse intactas a lo largo del tiempo: nacen ricas y mueren ricas. En su libro, El capital en el siglo XXI, el economista francés advierte que cuando la tasa de retorno del capital supera de manera sistemática al crecimiento económico, la desigualdad deja de ser una anomalía y se convierte en un rasgo estructural del sistema (Piketty, 2014). Este fenómeno tiene consecuencias directas sobre las expectativas de movilidad social y el horizonte de futuro de las nuevas generaciones.

En el caso mexicano, la desigualdad adopta rasgos particularmente persistentes. De acuerdo con un informe del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), siete de cada diez personas que nacen en condiciones de pobreza permanecen en esa situación a lo largo de su vida, lo que evidencia una movilidad social extremadamente limitada. La pobreza, más que una circunstancia transitoria, se convierte en una condición heredada, minando la confianza en el mérito, el esfuerzo individual y, en última instancia, en el propio sistema democrático.

A nivel global, informes recientes de Oxfam han advertido que una parte sustancial del crecimiento de la riqueza en los últimos años se ha concentrado en el sector financiero y bancario, beneficiado por esquemas fiscales regresivos y una baja carga impositiva sobre grandes capitales. Esta concentración no solo profundiza la desigualdad, sino que reduce la capacidad redistributiva del Estado. Sin mecanismos fiscales progresivos, la desigualdad tiende a reproducirse y amplificarse.

México enfrenta así un dilema central: sin una reforma fiscal que avance hacia esquemas más progresivos y redistributivos, cualquier proyecto político que aspire a reducir la desigualdad corre el riesgo de agotarse rápidamente. La estabilidad democrática, en este sentido, depende menos de la retórica ideológica y más de la capacidad efectiva del Estado para garantizar condiciones mínimas de bienestar, movilidad social y futuro compartido.

En este contexto, como advierte Antoni Gutiérrez-Rubí en su libro Polarización, soledad y algoritmos, las emociones se han convertido en un factor decisivo del comportamiento político. Particularmente entre la Generación Z, marcada por la precariedad, la desigualdad y la incertidumbre, el voto responde cada vez más a percepciones de abandono y frustración que a programas ideológicos. Sin atender la raíz material de estos malestares, la política seguirá atrapada en una lógica de polarización que beneficia a discursos simplificadores y liderazgos autoritarios.

Lógica simplificadora de la compleja realidad que vivimos y que al final usa el malestar para polarizar a la sociedad y dividirla, pero lejos está de atender las causas tanto de la desigualdad como de su expresión más perversa, que es la corrupción, ¡seguimos alimentando al uróboro insaciable de la desigualdad!

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