Las recientes elecciones en Chile, Argentina, Bolivia, Ecuador y El Salvador revelan más que una simple alternancia de poder. Están señalando un patrón regional de reconfiguración política: la derecha —en sus variantes conservadora, centrista o libertaria— está capitalizando el descontento social, la frustración con la gestión pública y la percepción de crisis estructurales. Esta tendencia no se explica únicamente por una “preferencia ideológica”, sino por una respuesta ciudadana frente a condiciones de precariedad, inseguridad, desigualdad y baja confianza institucional.
En Chile, la segunda vuelta presidencial del 14 de diciembre de 2025 arrojó una contundente victoria de José Antonio Kast con 6,084,364 votos (58.61 por ciento) frente a 4,295,958 (41.39 por ciento) de su rival Jeannette Jara, en una elección con más de 11.1 millones de votos emitidos y participación superior al 85 por ciento del padrón. Este resultado no sólo marca una de las diferencias más amplias en un balotaje desde el retorno a la democracia, sino que también se suma a un patrón regional: en Argentina (2023) Javier Milei triunfó con una agenda de derecha, en Ecuador Daniel Noboa ganó la presidencia, en Bolivia Rodrigo Paz desplazó al MAS en 2025, y en El Salvador Nayib Bukele fue reelecto con políticas conservadoras y de seguridad.
Este viraje puede interpretarse como un rechazo ciudadano a la incapacidad de los gobiernos progresistas para traducir su programa en mejoras tangibles del bienestar social, así como una protesta ante la violencia urbana, la congestión y la lentitud de los cambios prometidos.
Diversos estudios señalan que la política latinoamericana está profundamente influenciada por desigualdades estructurales y bajo nivel de confianza en las instituciones democráticas. El Latinobarómetro y otros análisis académicos muestran que las desigualdades económicas y sociales erosionan el capital político de gobiernos progresistas o tradicionales, generando un terreno fértil para discursos alternativos —incluyendo los de derecha y populistas— que prometen soluciones rápidas o rupturistas (Cambridge Core, 2024). Cambridge University Press & Assessment
Esto no es exclusivo de América Latina. En Europa también se ha observado cómo crisis económicas, migratorias y de identidad cultural han impulsado el avance de formaciones de derecha o extrema derecha en países como Francia, Alemania y Hungría. La lógica es la misma: ciudadanos frustrados, con expectativas sociales insatisfechas, terminan votando por opciones que prometen restablecer orden, seguridad o libertad económica, aunque eso signifique sacrificar parte de la agenda progresista tradicional.
El avance de la derecha en América Latina no puede reducirse a una moda ideológica ni a la simple transferencia de votos de un bando al otro. Es, en gran medida, una respuesta al malestar social estructural: frustración por la inseguridad, crisis económicas prolongadas, percepción de incapacidad estatal y la sensación de que las alternativas políticas previas no han generado mejoras concretas en la vida cotidiana.
Lejos de ser un fenómeno aislado, este patrón se inscribe en la historia de la región donde la crisis del tejido social —producto de desigualdades y expectativas incumplidas— configura las dinámicas electorales, produciendo resultados que buscan soluciones inmediatas, si no siempre sustentables.
Al final, soluciones inmediatas, más cercanas al realismo mágico que al institucionalismo democrático. Más temprano que tarde, esos fenómenos fracasan, justamente, porque no atacan los problemas estructurales o no lo suficiente y prefieren la superficialidad de una cierta “autoridad moral” que funde principios religiosos, sentimientos y desesperación para traducirlos en votos que ganan elecciones para acelerar los conflictos, son digámoslo así; un mal necesario para purgar la confianza en la democracia.
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