Juan Carlos Villarreal

Autocontención: La virtud olvidada

DOSSIER POLÍTICO

En el ruidoso teatro de la política, donde las palabras son armas arrojadizas y los gestos se calculan al milímetro, existe un concepto tan esencial como desdeñado: la autocontención. No es un término de uso cotidiano, pero en la ciencia política se refiere a la capacidad de los actores para limitar voluntariamente su poder, su retórica o sus acciones en aras de una convivencia democrática más estable. Es, en esencia, el antónimo de la bravata.

“En política, la forma es fondo cuando las formas preservan el juego democrático”, escribió Giovanni Sartori al explicar los límites conductuales que permiten que un sistema político funcione más allá de la coincidencia o disputa coyuntural. Los diccionarios de ciencia política recogen estos principios bajo conceptos como civilidad, autocontención e institucionalidad: normas de comportamiento no escritas que obligan a los actores a moderar impulsos y a actuar con coherencia, incluso frente al conflicto.

"La autocontención, desde esta perspectiva, no es pasividad ni docilidad. Es —como apuntaría Giovanni Sartori (1988) en su "Teoría de la democracia”, la virtud que obliga a los actores a considerar los efectos de sus acciones sobre la estabilidad del sistema mismo. Es prudencia estratégica para no deteriorar el espacio donde la competencia política ocurre."

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La congruencia es su correlato: que las palabras previas coincidan con los comportamientos presentes; que no haya contradicción entre lo que se pide y lo que se practica.

La autocontención no implica claudicar en las convicciones, sino ejercer el poder y la expresión con mesura y congruencia. Es la diferencia entre un líder de Estado y un caudillo de barrio; entre la firmeza y la soberbia. Un sistema político sano la premia, porque entiende que la democracia no es la tiranía de la mayoría, sino el arte de gobernar para todos, incluidos los que piensan distinto.

Este principio abstracto se materializa —o se quiebra— en hechos concretos. El reciente informe de la Senadora Falcón y la peculiar invitación extendida por Higinio Martínez a Alejandra del Moral para un evento que coincidía con la fecha del cumpleaños de nuestra gobernadora, en el que era anfitriona y festejada, ofrecen un caso de estudio perfecto.

No se trata aquí de defender o atacar a un partido. Se trata de observar la congruencia. Por un lado, se presenta un informe crítico sobre la administración estatal. Por el otro, se invita a una figura de la oposición cuyo historial verbal en campaña ha sido, cuando menos, polémico, y cuyas expresiones han merecido llamados de atención por parte del TEEM. La cortesía política es loable, pero la coyuntura invita a la reflexión.

La pregunta entonces es obligada y simple: ¿quién gana realmente con estas actitudes?

El episodio del informe no es una crisis, pero sí un síntoma.

Un recordatorio de que, en el ecosistema mexiquense, la estridencia se ha vuelto un recurso fácil y, al mismo tiempo, una señal de debilidad argumentativa. David Easton advertía que un sistema se sostiene mientras sus actores son capaces de administrar conflictos, no de provocarlos. Quienes confundan estridencia con estrategia, hoy como ayer, terminan debilitando aquello que afirman defender.

Como bien apunta Jorge Zepeda Patterson en un análisis reciente, “la legitimidad de un sistema político reside en su capacidad para gestionar agravios de actores sociales”. No en la habilidad para montar espectáculos de fuerza o para descalificar al adversario. Zepeda alerta sobre el riesgo de que los gobiernos se obsesionen con una oposición que “tiene más vida en el discurso (…) que en la calle”, mientras dejan de ver las fracturas sociales y políticas capaces de hacer fracasar un proyecto de cambio. La verdadera amenaza, sugiere, no son los encapuchados ni los opositores visibles, sino la incapacidad de procesar respuestas satisfactorias a la inconformidad legítima.

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