Los fenómenos que dominan la agenda geopolítica y socioeconómica de nuestros días —gentrificación y rentismo urbano, declive del multilateralismo y ascenso político de fuerzas disruptivas— no son eventos aislados, sino partes de un entramado más profundo que ha ido tomando forma desde el brote de la pandemia de COVID-19.

Como discutieron, los filósofos Byung-Chul Han y Slavoj Žižek que “había acabado el neoliberalism” y con él, otra era empezaba. Para Han, la disyuntiva residía en elegir entre un capitalismo de Estado, encarnado por China, o un liberalismo económico renovado que reformara el capitalismo; mientras que Žižek sostenía que la crisis del COVID-19 habría asestado un “golpe mortal” al capitalismo global, abriendo la puerta a una nueva forma de comunismo basada en cooperación y solidaridad global.

Hoy, sin embargo, lo que emerge con creciente claridad es algo más complejo y menos idealista.

1) La desigualdad, rentismo y el mañana robado a los jóvenes

Lo que antes se veía como consecuencia indirecta del capitalismo tardío se ha convertido en síntoma central de una crisis estructural. La concentración de la riqueza, tal como ha demostrado Thomas Piketty y otros economistas críticos, no solo persiste, sino que se intensifica de manera dramática, alimentando fenómenos urbanos como el rentismo y la gentrificación, que empujan a los jóvenes a la periferia de las ciudades y de la vida económica.

El informe de Oxfam Intermón revela que el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el 95% del resto de la población mundial, a su vez, según el Informe sobre la desigualdad global 2026, coordinado por el economista Thomas Piketty, señala que alrededor de 60 mil individuos concentran un volumen de activos superior al total de recursos que posee el 50% de la población con menos ingresos en el planeta, una señal clara de acumulación extrema en pocas manos.

Este dato no solo es una cifra macroeconómica: es el telón de fondo de los múltiples descontentos sociales que vemos hoy, desde malestar por la vivienda asequible hasta protestas por la precariedad laboral y la frustración de generaciones enteras que ven un futuro incierto como única certeza.

2) La disputa por la hegemonía global y el fracaso del multilateralismo

En medio de esa disputa filosófica y económica, la remasterización del fenómeno Trump ha deton­ado una nueva guerra comercial que revela algo impensable hasta hace poco: Estados Unidos está perdiendo la batalla cultural y simbólica frente a China, y esto tiene implicaciones directas sobre su influencia global y la vigencia de un orden multilateral que Washington impulsó tras la Segunda Guerra Mundial.

Una manifestación de esa dinámica es la composición del financiamiento externo de la deuda estadounidense. Aunque gran parte de la deuda de EE. UU. está en manos de actores domésticos, China sigue siendo uno de los principales tenedores extranjeros de deuda estadounidense, con montos que superan los cientos de miles de millones de dólares, y representando cerca del 9 – 10 % del total de deuda extranjera en manos de otros países. ()

Estos lazos financieros, lejos de ser simples datos estadísticos, son piezas clave en la estructura de poder global: reflejan dependencia mutua, tensiones geoeconómicas y un tablero donde las alianzas y rivalidades se reconfiguran. Mientras los Estados Unidos luchan por mantener su liderazgo económico, nuevas coaliciones —como el BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica)— ganan protagonismo, desafiando directamente el dominio tradicional occidental y proponiendo alternativas de cooperación y desarrollo que podrían reconfigurar el orden mundial en las próximas décadas.

3) El ascenso de fuerzas políticas disruptivas: monstruos en la transición

En la estela de estos reacomodos económicos e internacionales surge un fenómeno político preocupante, que recuerda la clásica advertencia gramsciana: “en medio de las transiciones, surgen monstruos”.

Hoy, esos “monstruos” se manifiestan como liderazgos ultraderechistas, no necesariamente definidos por una doctrina ideológica homogénea, sino por un pragmatismo populista que canaliza el descontento social hacia agendas polarizadas y rupturistas. Estos liderazgos han encontrado terreno fértil en contextos donde la izquierda tradicional no articuló proyectos sólidos y coherentes que prometieran justicia distributiva real, dejando espacios de representación vacíos que la derecha ha sabido ocupar con narrativas más simples y emocionales.

Este fenómeno puede recordar, en cierta medida, los impulsos populistas que vimos en la izquierda latinoamericana en décadas pasadas, pero ahora trasladado a amplios contextos globales y con un giro ideológico que prioriza identidades fragmentadas y demandas reactiva­s, más que proyectos integrales de transformación.

¿Todo forma parte de una misma disputa por un nuevo sistema?

Si algo queda claro, es que estos tres fenómenos —desigualdad extrema, reconfiguración de la hegemonía global y ascenso de liderazgos políticos disruptivos— no pueden verse como eventos disjuntos, sino como dimensiones interrelacionadas de una transición histórica mayor.

Estamos dejando atrás un modelo —el neoliberalismo— que prometía prosperidad individual y apertura de mercado, pero que también consolidó estructuras de privilegio y marginación. El futuro que se está construyendo no es una simple repetición del pasado, ni una imitación de modelos preexistentes: es un proceso de recomposición del poder económico, político y cultural a escala global.

Y en ese proceso, los jóvenes —especialmente millennials y generación Z, que hoy representan una proporción significativa de la población mundial— no son meros espectadores. Para ellos, el futuro ya no es un concepto distante: es su presente, y serán ellos quienes, con sus luchas, imaginarios y decisiones colectivas, determinen el rumbo de un mundo que no se resigna a ser una mera continuación de viejas estructuras.

Se dice fácil, pero es un cambio paradigmático insoslayable.

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