Alguna vez puse en loop una canción sobre amigos de infancia cantada desde el garage de sus padres, la voz de Ben Reactor se manifestaba entre el contrapunto del sonido de la campana de la bicicleta. Más que la melodía, se me quedó la escena, cuerpos adolescentes que juran que el mundo cabe en esa cochera y en esa luz de tarde que promete que nada va a romperse. Cada vez que aparece en pantalla un garage parecido siento el tirón de esa imagen. Más que recuerdo, funciona como plantilla. Una foto que organiza todas las demás.
La era digital tomó esa plantilla y la llevó al extremo. Pasamos del álbum fotográfico al archivo infinito, recuerdos que dejan de ser recortes afectivos y se vuelven datos etiquetados, disponibles para ser remezclados y vendidos. Las plataformas se han vuelto especialistas en fabricar nostalgia con precisión matemática. Si antes la memoria tenía el grano irregular de la película análoga, ahora llega en 4K, con filtros y sugerencias de “lo que podrías volver a sentir”.
Stranger Things es el ejemplo perfecto de este tipo de memoria. Más que serie de los ochenta, funciona como máquina que empaqueta una década como mercancía afectiva. Cada plano geométrico parece diseñado para activar un recuerdo que tal vez nunca tuvimos, el centro comercial perfecto, la bicicleta perfecta, la pandilla perfecta. El horror, en teoría, viene del monstruo; en la práctica, lo que se adhiere es el confort de un pasado hiperproducido que nunca existió, pero que se siente manejable y consumible.
Visto desde el sur, la cosa se vuelve más extraña. Los ochenta que la serie celebra llegaron aquí en forma de estampas baratas pegadas en la tapa de los cuadernos, doblajes atrasados, televisores que siempre parecían de otra casa. Mientras la pantalla mostraba suburbios ordenados, del otro lado había crisis, violencia, dictaduras, un futuro que ya estaba fallando. Hoy maratoneamos Stranger Things y la plataforma insiste en que compartimos ese mismo archivo emocional. En realidad, consumimos la nostalgia de alguien más, un disfraz de infancia ajena.
La imagen vaselinada de esa década borra las cicatrices geopolíticas. La nostalgia algorítmica nos iguala por arriba, nos ofrece el mismo paquete de referencias globales para que dejemos de mirar nuestras propias grietas. Lo que podría ser un ejercicio doloroso de memoria se convierte en spa emocional. Ya no se trata de recordar, repetimos un catálogo de sensaciones aprobadas. Asustarse, enternecerse, identificarse, llorar un poco, seguir con el día.
El problema no es solo estético. Hay una promesa peligrosa en la metáfora algorítmica de la memoria: si el sistema puede predecir lo que queremos ver, también puede predecir lo que queremos recordar. “Si te gustó este recuerdo, te encantarán estos otros tres.” El pasado se vuelve playlist; el duelo, una estética; la fatiga, un nicho de mercado. La memoria deja de ser territorio de conflicto y se vuelve tablero de bienestar.
Desde acá, toca desconfiar del disfraz, preguntarnos a quién le sirve que sintamos nostalgia por un garage que nunca fue el nuestro. Tal vez el trabajo esté en otra parte, volver al garage real, al patio donde se cortó la luz, a la calle donde el futuro se quedó a medias. No se trata de idealizarlos, se trata de aceptar que de ahí también salen relatos que no entran fácil en el menú de sugerencias. Habitar esas memorias rotas, con sus huecos y sus ruidos, puede ser menos cómodo que un maratón de serie, pero ahí hay una posibilidad de futuro.
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