A qué saben las imágenes que aparecen en pantalla, fragmentos coreográficos de vapor, grasa, cuchillo y pan que cruje, la plancha irradia en sonidos que parecen provocar hambre. Imágenes montadas Jon Favreau en Chef, pero en mi mesa sólo encuentro libreta al centro, vaso tibio de chocolate y sonidos de plaza en las orillas de la ciudad vibra entre villancicos reciclados y conversaciones sobre la próxima cena. La escena insiste en lo incómodo, también se nos ha administrado lo sensible y la memoria se ha convertido en nostalgia empaquetada.

Y aun así en la época, nunca me ha gustado el pavo. Frase que abre la grieta de la educación del paladar, que celebra los sabores correctos, aunque el cuerpo levante una ceja silenciosa, adepto que llega antes de que se nombren las cosas. Pavo y ensalada intocable por las pasas muestran la pertenencia a la masticación disciplinada, nunca dejas de sonreír, se repite el brindis porque no se tomó la foto correcta y como sabemos debe de quedarse para la evidencia del archivo familiar.

Aquí Favreu vuelve ya que insiste en la duración, diálogo que existe entre el fragmento del encuadre y que evidencia al cine como prótesis del gusto: mantequilla rendida, queso derretido, pero dejamos la lengua fuera del cuadro. El sándwich puede repetirse sin cansancio en la pantalla, pero el sabor queda amarrado al cuerpo, a un tiempo y lugar, a la boca que está ahí, sin copia perfecta.

Duele el chocolate perdido, el que puedo recordar la envoltura de colores verde y rojo, como el reno que baila para que te tomes la foto con el trineo del centro comercial pero como sabemos la experiencia se cobra, la atmósfera se empaqueta y lo sensorial se vuelve arquitectura de música, luz y olores a pino. Por eso la herida de la memoria, se pierde en su sabor que se escurre. Al volver la lengua burócrata de formularios aceptamos que la alegría se verifica en nostalgias catalogadas, “si imaginas esto, o lo nombras de esta manera, sentirás aquello” Por eso se habla de cómo las emociones se han adherido a los pasillos del nuevo templo y a los gestos de tomar imágenes antes de cualquier “sabor”.

La pedagogía del gusto carga narrativas que se traducen dentro de los marcos del conocimiento, imaginarios de lo correcto desplazan los sabores locales y la familia se reduce a la pantalla que la ata en sus movimientos y sensaciones. Se atraviesa la celebración y el resto se ha quedado como nota exótica o anécdota de mesa, que el cuerpo aprende a callar en sonrisas y a comerse a una pertenencia que no sabe a casa.

El espacio que crea Favreu se ata al circuito de la imagen, en el cambio de lo laboral y su transformación hacia un regreso, lo ata en fragmentos de la imagen algorítmica que lo acompaña en la carretera, el sabor pierde el brillo antes de que la boca llegue a la prueba. El food porn, cultura en boga por las rutas de la repetición se ha erotizado en el hambre que se alimenta ya no por el chocolate, sino por la imagen antecedente a la sensación y la compra del atajo hacia la memoria.

En la coreografía de estar sentado mientras la danza de bolsas provocan imágenes y formas entre las bolsas de papel estraza. Al mismo tiempo, sigo sin sentir a qué sabía ese chocolate y en esa ignorancia, aparece una resistencia a un resto que no se podrá optimizar (aún) y a un lugar en el que el tiempo parece que no encuentra sus rebajas y ofertas.

Terminó el último texto del año tratando de sostener esta fuga, aunque sea frágil, tocar lo que se escapa del archivo y que queda en el retrogusto. ¿Qué sabor de tu vida, lector, insiste, gobierna y aun así se niega a meterse en esas bolsas de plaza comercial?

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