¿Qué queda de uno cuando, sentado frente al televisor, la imagen de un tren avanzando hacia el horizonte te hace vibrar en el asiento, improvisado, de tu casa? Sigo sin entender, después de más de 30 años, entre los disparos del western y el polvo que se acumulaba del aire que me impedía ver la imagen, por qué eso me emocionaba más que mis clases de la primaria o el ruido de los camiones de la avenida principal de la ciudad. En esa repetición doméstica que se sacudía dentro de una videocasetera que existía entre caer en el magnetismo y mantener los colores de cuando fueron grabados, descubrí que el cine no se ve, se habita.

Durante años, se sostiene que esa primera sensación de pertenencia viene de la historia luminosa de un pequeño cine de pueblo que se incendiaba a la mitad de una tragedia que hablaba justo de ver y de habitar; una película que manifiesta su hábitat en el amor del cine, en recordarte que lo debes de amor. Pero, con el tiempo, entendí que en mis refugios estaban otras cintas, aquellas tardes de fin de semana en el videoclub eran menos una elección de títulos que un ritual secreto, la certeza de que, entre cajas de plástico y estanterías apretadas, se podría abrir un mundo más donde habitar.

El cine no cuenta solo algo, organiza la manera en la que sentimos. En esa escena en la que me hizo enamorarme de un deporte del que no tenía vínculo a partir de matemáticas y el carisma de Brad Pitt siempre comiendo (¿por qué ese hombre siempre se ve bien comiendo?), o la del silencio azul de una ciudad lluviosa que parece sospechar que ninguno de sus habitantes es del todo humano y que me provocó gastar tinta en un libro sobre ella. No puedo resumir las sensaciones que me provocan; incluso escribiendo una vez más sobre ellas, no alcanzan los premios ni las listas; persisten como señales que rebotan en nuestra memoria, incapaces de traducirse en palabras, pero imposibles de olvidar.

Al trazar el atlas con las emociones dispersas en imágenes y en recuerdos organizados, se potencia no solo el registro de las emociones, sino el espejo que me mira en sus imágenes fílmicas. De niño, cada cumpleaños se celebraba con una función familiar: desde el acontecimiento del recorrido hacia el cine más nuevo de la ciudad, lo que importaba no era tanto las películas que se vieron, sino las que surgieron de ahí: las promesas de una sala oscura, el olor de las palomitas y las imágenes que me alcanzan para entender lo caótico de la sociedad. Esas tardes han moldeado las formas de entenderme con las historias, no sé si por repetición, nostalgia o pura costumbre, pero de alguna manera siguen latiendo cada vez que una imagen o duda me arrastra lejos.

Lo más potente no es el registro exacto de la imagen que he audiovisto, sino la imposibilidad de explicar en el momento y que siga rebotando en un fenómeno como bola de nieve en que va in crescendo. Lo hace en silencio, en esa lengua que no parece tener una gramática fija, pero que se va reconociendo. Quizá esto es lo que nos ata al cine, que no ofrece certezas, sino sensaciones; entre fotogramas y sonidos, nos recuerda a veces cómo amarnos. Y que, al final, seguimos buscando más historias y las vibraciones antiguas, como si cada historia lleva escondida la promesa de regresar a esa primera vez en que nos descubrimos en una imagen.

Coordenadas desde la sala oscura Imagino que, en el futuro, cuando pidan la “película que más te marcó”, nadie enviará títulos, sino capturas de un 8.3 en una escala que solo existe para quienes nunca aprendieron a habitar una escena.

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