Diez años después de la primera vez que me enfrenté a It Follows persiste aún como una de las representaciones más lúgubres del miedo contemporáneo. A diferencia del estilo contemporáneo de provocar sustos en las historias, no hay sobresaltos ni una oscuridad protectora, el monstruo avanza a plena luz del día, con calma de lo inevitable. Camina, al estilo de los zombies de Romero, hacia nosotros desde el fondo del encuadre, como si viniese del interior de la imagen, o peor aún, de nosotros mismos, como grieta en el tejido de lo cotidiano que revela lo que los imaginarios intentan ocultar, el horror no acecha en la noche sino en la normalidad que ya no nos pertenece.
La amenaza no se esconde en el clóset ni bajo la cama, es la figura que atraviesa los barrios, los parques, las escuelas; en movimiento constante, cada vez más cerca. Manifiesta ese miedo que se filtra por los poros de la luz solar, que no necesita explicación porque lo hemos sentido antes, el miedo a que nos alcance algo sin saber cuándo ni por qué, es el deseo, la culta, la enfermedad, la memoria. La película es una parábola de la herencia emocional, un espejo del mundo que insiste en repetir sus errores con la serenidad de quien no puede aprender.
El espacio en el film parece suspendido en un tiempo que colapsa: televisores antiguos que conviven con pantallas imposibles, autos anacrónicos que circulan en calles de décadas y coordenadas no localizadas. Pareciera que el futuro y pasado se difuminan en el presente que se repite eterno. Ese flatline no es decorativo, es la transducción del miedo al estancamiento perpetuo, a vivir en una era donde el progreso pierde sus letras de mito. La temporalidad funciona en el espectro de la pesadilla en cámara lenta donde la memoria, se convierte en un campo de batalla afectivo, en besos, promesas rotas y calles vacías. Cada paso del espectro que persigue es una invocación al pasado que no muere, es la insistencia en la permanencia.
Aquí en dónde me enfrento a las imágenes, en la que las calles son territorio de vigía al cuerpo y el deseo una frontera moral, “maldición” sexual de la película toca fibras que reverberan profundas. No sé trata sólo del miedo a la enfermedad o al enfermo, sino del peso invisible del “qué dirán”, del juicio social que convierte el cuerpo en espectáculo y amenaza. Las miradas que siguen a la protagonista recuerdan la sensación cotidiana de ser observada y vulnerada. En nuestras calles, con nuestros imaginarios flatline, el monstruo que camina es la culpa que se hereda, la condena colectiva que convierte el deseo en peligro.
El miedo se vuelve memoria activa, un recordatorio de que lo que no se dice persiste, se acumula, se convierte en espectro. Cada plano del film parece registrar esa pulsación, el pasado camina entre nosotros y nos reclama atención. La figura que avanza detrás de Jay podría ser la representación de los ausentes, de las víctimas que regresan convertidas en rumor o sombra.
Lo que aterra en la narrativa es lo que impone la criatura, para sobrevivir hay que pasar la maldición a otro. Salvarse es condenar a alguien más. Esa economía del miedo es reproducida bajo la lógica de un sistema social que exige la complicidad para sostenerse. En el fondo, la película formula una pregunta moral que resuena con crudeza ¿Cómo sobrevivir sin contaminarse? ¿Cómo no participar de la violencia que nos atraviesa?
El verdadero terror contemporáneo no es la muerte, sino lo que nos persigue. Al mirarte con los ojos del director se enfrenta a que deja la cámara fija mientras el horror continúa su camino, mientras los personajes fingen normalidad. Con ese eco que no se extingue ni con la distancia ni con el tiempo. It Follows nos recuerda que el miedo es la forma que adopta la memoria cuando se niega a desaparecer. No corremos de un monstruo, caminamos con él, lo alimentamos, lo soñamos. Y a veces, lo filmamos.
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