Si uno recurre a la ficción para explicarse a veces a sí mismo cómo llegó a algún lado, permítame atarme a las formas de Stephen King en Stand by Me o en las lecturas recientes de los dos ensayos de Jorge Volpi: Leer la mente y La invención de todas las cosas.

2003. Éramos un grupo de amigos, soñadores atormentados por el presente y esos dolores colectivos que apenas sabíamos nombrar. Bajo la luz de la tarde, la cancha de básquet, que en el mundo real servía para encestar, se transformaba en nuestro laboratorio de fantasía. Allí girábamos, sin que nadie nos lo pidiera, entre risas y silbidos imaginarios, hablando a voz en cuello del legendarium de Tolkien. Dábamos vueltas por el asfalto y nos sumergíamos en esas historias épicas como si buscáramos alivio: cada pregunta disparaba una conjetura, cada teoría levantaba una llama contra la angustia que sentíamos dentro.

Interpretábamos las crónicas de la Tierra Media para entender las dolencias de aquel entonces y de aún presentes. Sentíamos que nuestra generación llevaba un mismo peso en los hombros: la economía fría y la política hostil, las ideas del capital corriendo por encima de nosotros. Ellas eran el otro que se nos atravesaba. Pero en medio de ese ruido externo —del deber ser, del calendario, del tiempo— sacábamos fuerzas para romper en creatividad. Cada interpretación torpemente susurrada era un acto de rebeldía contra ese Otro que nos detenía.

Las disertaciones que nacían en esas caminatas alrededor de la cancha eran, sin que lo supiéramos, ejercicios de ficción crítica. Convertíamos a Tolkien en oráculo, no porque creyéramos en dragones o reyes imposibles, sino porque esas tramas nos permitían abrir un espacio que la realidad nos negaba: preguntarnos por el dolor, por el deseo, por la herida que atravesaba tanto a nuestra generación como a las que vinieron antes. La fantasía, más que evasión, funcionaba como un lenguaje paralelo, un código que nos daba permiso para hablar de lo innombrable.

El cine y la ficción han cargado siempre con esa ironía: en varios actos se les acusa de escapismo, pero en realidad constituyen un mecanismo de lectura de lo real. En lugar de ofrecernos respuestas, nos devuelven preguntas: ¿por qué duele el mundo? ¿Cómo nos afecta ese dolor? ¿Cómo podemos resistirlo? En ese sentido, la cancha de básquet no era un espacio de fuga, sino un escenario intervenido, un cuadrilátero donde la imaginación nos permitía pelear contra lo que no sabíamos nombrar. La ficción se convirtió en nuestra manera de leer la mente de la época: sus angustias, sus miedos, sus huecos de sentido.

El oráculo es el propio acto de volver una y otra vez a la ficción con la esperanza de que allí encontremos la frase, la escena, la imagen que nos explique lo que afuera se resiste a ser explicado. Consultamos a las historias como se consulta a un médico, a un confesor o a una máquina de predicciones. Nos enseñan que las certezas son imposibles y, sin embargo, necesarias para seguir caminando.

La ironía es que, cuanto más recurrimos a estas ficciones del pasado —la épica, la aventura, el mito—, más se convierten en nuestras herramientas para pensar lo que vendrá. La fantasía reordena la experiencia presente, traduce lo indecible y abre rutas hacia futuros que tal vez nunca existan, pero cuya sola posibilidad nos permite respirar. Cada palabra, entonces y ahora, se lanza como un balón al aire: un intento precario pero obstinado porque alguien más lo atrape, lo devuelva, lo transforme en otra jugada. Y en ese intercambio, en ese juego colectivo con el lector, seguimos preguntando al oráculo de la ficción lo que quizás nunca responda: no cómo será el futuro, sino cómo podemos todavía imaginarlo.

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