Jesús E. Lujambio

Homo Laboris

CARTÓGRAFO FÍLMICO

Imagina despertar en un espacio vacío, cercado por murallas derrumbadas que, sin embargo, permanecen inabordables. Una puerta al fondo promete un “afuera” que nunca llega, mientras una rejilla filtra la voz del compañero del “cubículo” de al lado, quien es la manifestación de la eficiencia para existir ahí dentro. Sólo el mandato: que por 16 horas el ciclo se completa al empujar la piedra del centro del espacio y su ponderación de eficiencia controlada con el castigo. No tienes un pasado ni contexto al llegar ahí, apenas una rueda que empujar, mandato espiritual del “retiro” corporativo que celebra la eficiencia con bolígrafos serigrafiados y frases recicladas de best sellers comprados en Sanborns. La recompensa, oculta en el pertenecer, se manifiesta en la violencia del obedecer.

En The Mill (2023), película enterrada en pasillos de poca recomendación del streaming, la identidad se evapora hasta volverse sospechosa de haber existido. La rueda no simboliza solo explotación física: es la metáfora de la reunión interminable, del correo sin fin, del cuerpo reducido a músculo y a la cuota de “ponerse la camiseta”. La rueda gira y aplana el tiempo: no hay experiencia acumulada, no hay futuro, sólo repetición. Imagen del espectro del cuerpo atado al cubículo, al silencio del teclado, al eco de las frases motivacionales. Lo que parece distopía quirúrgica es, en realidad, caricatura grotesca de la frontera invisible que ya habitamos entre trabajo y cuerpo. Desde las imágenes que provoca el cuadro de honor en la primaria hasta los tableros de puntos que les daban a los asustadores por ser los más eficientes, todo confirma la domesticación: un girar sin sentido que crea el nuevo cuerpo.

La distopía no está solo en el agotamiento de la rueda ni en la amputación de la identidad, sino en la vacuidad absoluta del propósito. La repetición ya no produce riqueza: produce ilusión. Así nace el homo laboris, criatura adiestrada no sólo en la fatiga, sino en sostener la nada: llenar planillas, contestar correos, generar informes que nadie leerá. El cuerpo se vacía de afectos para llenarse de marcas de utilidad, pruebas de funcionalidad. Como recordaba Graeber en Bullshit Jobs, los trabajos inútiles consumen más vida que los necesarios. No generan valor, pero devoran tiempo, el recurso más irreemplazable.

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Nuestro personaje no sólo trabaja: ata incluso sus deseos a la ficción de la productividad. Aquí encaja el simulacro de felicidad: bolígrafos, playeras, hipotecas. Caricaturas de comunidad y alegría diseñadas para sostener el consentimiento. Es la cultura de la positividad: sonreír mientras se vacía la subjetividad, creer que el agotamiento es un privilegio, que la precariedad es oportunidad, que la rueda es escenario de autorrealización. El músculo se acompaña de sonrisa prescrita; el cansancio, de autoayuda obligatoria. La captura es total: no basta ocupar el tiempo, hay que colonizar el afecto centrado en lo autodenominado productivo.

En las imágenes de la película, el presente se congela. No hay mañana ni fuga: todo se copia a sí mismo, como una fotocopiadora repitiendo la hoja hasta agotar la tinta. La vida se convierte en contabilidad y cuota, permanencia sin sentido. La rueda de piedra diseña un mundo donde memoria e imaginación se reducen a frases motivacionales. Y ya sabemos de ruedas que giran en oficinas caseras, de pasillos invisibles en celulares que llaman fuera de horario, de memorias colonizadas por tareas que no dejan espacio para nada más. El verdadero horror no es empujar hasta morir, sino aceptar que la rueda ya está aquí, suavizada por interfaces amables, discursos de flexibilidad y la promesa infinita de la felicidad: happycracia.

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