Imaginar el futuro se ha vuelto un tráiler con la misma música de todos los que hemos visto desde 2010, montados y cortados por una compañía ajena a las vivencias de nuestros deseos. Gracias, Inception (2010). O peor: un demo corporativo que clausura la brújula que nos abre rutas hacia nuevas posibilidades y potencias. Julian Bleeker, desde su Near Future Laboratory, recuerda que el futuro no es pronóstico, sino ficha de negociación: una mesa donde se pacta qué mundo habitaremos o dejaremos caer. La pregunta persiste: ¿quién negocia en nuestro nombre y en el de nuestras imágenes?
Desde la penumbra de la sala aprendí que un gesto mínimo puede torcer el porvenir. Volver al futuro (1985) lo muestra: alterar un detalle desbarata genealogías completas. Strange World (2022) lo insinúa también: la narrativa colapsa y se recompone en su roce con la naturaleza. Ese mismo desgaste asoma en las redes y en el cine: metrópolis absolutas, memorias encapsuladas y un presente domesticado por algoritmos.
Los relatos de ciencia ficción siguen circulando con la misma silueta: futuros idénticos a los deseos de Silicon Valley, corporaciones omnipresentes, distopías higiénicas, tecnologías militarizadas y renders brillantes que nos atrapan como las pantallas en venta en las tiendas departamentales. Se nos convence de que no hay alternativas, que el futuro es inevitable. Y, sin embargo, el afecto y el vínculo, eso que en Volver al futuro sostenía la trama, reclaman otra cosa. Me niego a que lo futurible sea apenas la continuación de lo hiperconsumible; a que en el colapso la sobrevivencia de la cordura dependa de portar o comer una marca; a que las utopías se reduzcan a métricas de eficiencia. El cuerpo acusa ya un agotamiento: distopías repetidas, ciudades de vidrio y vigilancia.
Las huellas en las calles, los mercados, los cines viejos del centro insinúan otros futuros. En pantalla rara vez aparecen tianguis, alamedas, el olor de un taco recién servido o la melancolía de un pueblo que atraviesa el invierno. ¿Por qué entregar los sueños a proyecciones esterilizadas? Nunca. Quizá sea momento de recuperar nuestras proyecciones a pesar de los límites: reivindicar el error como chispa, el afecto como lenguaje, el vacío como germen. Recordar que la sala oscura puede ser laboratorio y no fábrica de consignas. Los futuros no se negocian en oficinas acristaladas, sino en selvas oníricas y en carnes que se deforman.
¿Cómo filmar lo que aún no se ha visto? ¿Cómo narrar un porvenir que rehúya la dominación del algoritmo y se entregue a la relación? ¿Cómo interrumpir la nostalgia que recicla íconos de la ciencia ficción? Aquí, mientras anochece con llovizna, escribo para exorcizar la sensación de que el futuro se vendió en rebajas de julio. Pienso en Blade Runner: “I've seen things you people wouldn't believe”. Siempre habrá imágenes que no caben en catálogos. El desafío no es solo verlas, sino imaginarlas antes de que sean capturadas. No nos faltan futuros: nos faltan futurabilidades.
Coordenadas desde la sala oscura: los futuros corporativos son trajes prestados; las distopías, advertencias; el algoritmo sin relaciones, un ciego sin afecto. Imaginar es un acto de resistencia. La pantalla nunca fue espejo ni ventana: es una posibilidad de conexión. Es hora de inventar rutas hacia lo desconocido.
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