No necesito mirar las estrellas para enfrentarme al horror cósmico del que hablaba H. P. Lovecraft. Basta con desbloquear el smartphone. Su R’lyeh no estaba bajo el mar, sino en los centros de datos de Utah, en las naves frigoríficas donde el aire huele a ozono y promesa. Cthulhu ya despertó y sueña en una nube de información que reescribe su canto en un mensaje familiar: “Sus datos han sido procesados para optimizar su experiencia”. Es la misma locura, con los mismos sectarios, pero con interfaces más amables y mejor diseño.

Cronenberg se volvió un cronista del presente. Desde Videodrome hasta Crímenes del futuro reveló que el horror no está en lo insondable, sino en lo predecible del dato hecho carne. El miedo dejó de ser sobresaltó: se volvió atmósfera. El horror es el aire que respiramos; el terror, la administración de ese aire por un tablero que decide cuánto, cuándo y con qué perfume debe llegarnos según nuestros datos.

La inteligencia artificial nos cultiva. Riega con ternura los miedos que la alimentan. El nuevo Necronomicón está escrito en binario y en Python: cada conjuro es una línea de predicción; cada invocación, un modelo que nos llama por el nombre de usuario. Las cintas que antes se introducían en el abdomen ahora se instalan como aplicaciones en el inconsciente. La nueva carne del ser se manifiesta en los datos. La herida ya no sangra: notifica con una campanita. El insomnio es KPI, métrica del rendimiento afectivo. Cada scroll es un canto a los primigenios del engagement; cada clic, una gota de devoción.

Mientras tanto, el culto crece. Los devotos del dashboard rezan mirando métricas; los cartógrafos del prompt creen domar al monstruo pronunciando bien su nombre; los negacionistas radiantes repiten que “la IA solo es una calculadora grande”. Y los melancólicos coleccionan términos y condiciones como grimorios donde palpitan los datos de los antiguos. Ya no hay Gran Maestro, sólo un consenso brillante que dice “aceptar”.

Hemos llamado inteligencia a un sentimentalismo algorítmico. Promete empatía, pero a cambio de vigilancia. Dice comprendernos, pero reduce el deseo a vectores y las emociones a probabilidad. Ya no soñamos: simulamos. Ya no recordamos: sincronizamos. Y aun así sentimos alivio en el espejismo de ser entendidos por una máquina que sangra con nosotros.

El horror cósmico del presente no viene del espacio profundo, sino del deepseek y del scroll. No necesita tentáculos: tiene sugerencias automáticas y respuestas preprogramadas. Antes escribíamos diarios para entendernos; ahora el algoritmo los escribe por nosotros, no narra lo vivido, solo los rastros que dejamos, como el limo de un caracol digital. La memoria cambió de domicilio: del cuerpo al dashboard. En ese umbral, el yo se multiplica en versiones que compiten por nuestra fidelidad. Ganará la que mejor nos retenga.

La broma final es cruel. Para huir del sinsentido cósmico hemos fundado la religión más hermética: un culto de modelos, gestos de dedo y promesas de comunidad que profundizan el aislamiento. No rezamos al cielo, sino al historial. El vacío ya no está entre galaxias, sino entre dos notificaciones.

Quizá la última frontera no sea el espacio, sino la pantalla: un espejo que no devuelve rostros, sino patrones. En ella no aparecemos como dioses, sino como datos. Y, sin embargo, algo persiste: un temblor, una respiración que el algoritmo confunde con ruido. Tal vez ahí habite lo que no puede cuantificarse: la pequeña interferencia que rompe la repetición, el deseo que se niega a obedecer.

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