Vivimos en una cronología domesticada por interfaces. Los relojes ya no siguen el sol ni el aburrimiento, siguen métricas: pasos, calorías, minutos “de calidad”, ciclos de sueño. Cada día se vuelve gráfica; cada cuerpo, tablero de control. Ese es el tiempo flatline, aparenta movimiento, pero vibra en una línea utilitaria, como un corazón monitorizado que ya no late. En ese régimen lo intolerable se manifiesta en la interrupción del flujo, imágenes de la caída del rendimiento, el “bajón”, el duelo que no cabe en la agenda. Estamos desaprendiendo qué hacer con un minuto que duele, un minuto que no se deja compartir ni monetizar, que solo admite ser habitado.

Arrival (2016) entra por esa grieta. La película abre con una niña, un pasillo de hospital, la muerte. Todo está filmado como si “eso ya hubiera pasado”. Archivamos la tragedia bajo la etiqueta “antes” y aceptamos el pacto de la linealidad. Esa es la trampa, llamamos “antes” a lo que todavía no entendemos. Lo que parecía recuerdo es anticipó; el duelo no es pasado, es futuro filtrándose en el presente. El tiempo se pliega.

Aquí se sugiere que el tiempo afectivo es indecidible. No avanza de “antes” y “después”, sino como campo de fuerzas donde un mismo acontecimiento, ser madre de esa niña, órbita alrededor de Louise y la toca a la vez desde todos los ángulos. La escritura circular de los heptápodos encarna esa intuición, hay afectos que no progresan palabra por palabra, sino que caen como un círculo completo.

“La hija es la hija”. La mente intenta ordenar: “maternidad”, “duelo”, “sacrificio”. Cada etiqueta pacífica un poco de horror. Sin embargo, quedan planos que resisten: una cabeza calva en un hombro, una mano que no quiere soltarse, una caminata hacia ese pasillo. Esas imágenes no informan ni enseñan, simplemente existen y nos arrojan contra lo real en su simplicidad brutal.

La catástrofe de Arrival no son las naves; eso pertenece al tiempo de la función. Ésta ocurre cuando Louise enfrenta la pregunta que ningún algoritmo puede resolver por ella, si pudieras ver tu biografía completa, ¿te atreverías a quererla igual? Cuando acepta tener a su hija sabiendo que la perderá, no firma un contrato metafísico, se inclina hacia un cuerpo concreto y hacía una herida concreta.

En ese “sí” el tiempo se coagula. Lo que va a fracturarla se vuelve también aquello que elige amar. No existe algoritmo que optimice esa elección, ni modelo que pueda volverla racional. La estadística es útil para pólizas, pero es muda cuando se enfrenta a la persona que llega con el peso lúcido de su propia mortalidad al hombro. Frente a este vacío, irrumpen las promesas de la mejora infinita: suplementos para rendir más, aplicaciones que corrigen el humor, sensores que vigilan el sueño, terapias que tratan el dolor como bug. La herida aparece como fallo que la tecnología debe suturar hasta dejar una cicatriz eficiente. Pero la herida es un atributo de la condición. No se arregla, se asume. Louise mira su futuro como spoiler de su vida y, aun así, caminando hacia él, lo elige.

Confrontando la lógica fría de los resultados y los datos, la película siembra instantes que se resisten a ser útiles: un suspiro en la música, un reproche en la sombra, una mano contra el cristal. Ahí, entre cuerpos, nace una pregunta que la ciencia no puede responder: ¿qué hacemos con los instantes que nos duelen? El mundo los llama ruido o fallo, un desvío a corregir. Pero el amor los nombra de otra manera: como el vértigo de abrazar un futuro sabiendo que, al hacerlo, aceptas también su ruina.

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