Cuentan que el mito nació para suturar la herida primordial del ser humano frente a lo real, pero lejos de cerrarla, la repite en un ciclo de dolor que se disfraza de explicación. Men (2022), de Alex Garland, expone esta dinámica al mostrar cómo el patriarcado opera como mitología viva: un sistema que, pretendiendo ordenar el mundo, reproduce infinitamente la violencia que dice contener. La figura del Hombre Verde, que se multiplica en cada hombre del pueblo, no es un símbolo de fertilidad, sino la máscara de una violencia naturalizada, tal como Barthes advirtió: el mito vació lo histórico para revestirlo de eternidad.
Frente a esta lógica de clausura, la película responde con puro mito convertido en riesgo. El nacimiento monstruoso final, donde cada hombre parece al anterior, no busca explicar ni cerrar, sino llevar la repetición hasta el absurdo obsceno. Es el mecanismo del chivo expiatorio hecho carne putrefacta, a la vez que una inversión del eterno retorno: no hay pureza en el origen, solo partos sucesivos de la misma criatura violenta. ¿Y si el mito no fue nunca un refugio, sino la herida misma disfrazada de palabra?
Sin embargo, lejos del radicalismo de Men, la cultura contemporánea retorna al mito como explicación del presente, pero vaciándolo de su potencia crítica. Así, el discurso se convierte en un espacio ilustrativo donde el deseo de orden se desvanece en un espectro de seguridad que no nos atrevemos a cuestionar. Pensemos en cómo el universo cinematográfico de los superhéroes reduce los arquetipos mitológicos a eslóganes y poderes, extendiendo sus arcos narrativos sin abrasión real. Es el “foreverism” argumental: una serialización eterna que evita la fricción y convierte la herida en souvenir. La pantalla opera como nuestro oráculo contemporáneo, y la tecnología actúa como sutura afectiva: filtros que afinan la memoria, algoritmos que recomiendan más de lo mismo para que el deseo no se arriesgue.
La pregunta, entonces, es crucial: ¿para qué traer el mito si apenas funciona como ilustración? Si el relato fundador solo sirve de espejo decorativo, el presente queda sin laboratorio. Prefiero pensar el mito como dispositivo de riesgo. Propongo atender a la repetición (qué vuelve y por qué), escuchar los silencios de la puesta en escena, como el vacío sonoro que antecede a un acto de violencia, notar qué cuerpos pagan el costo de la calma, registrar cuándo la tecnología funciona como colchón y cuándo como espejo roto. Para sostener la herida en su potencia, no catástrofe total.
En la luz de la pantalla proliferan pequeñas liturgias que a veces alivian y a veces adormecen. La tarea crítica no sería negar ese alivio, sino distinguir cuándo opera como sedante y cuándo como revelador. Preguntarnos, escena a escena, si la imagen confirma el mundo que ya sabemos o si nos expone a algo de nosotros que no tiene nombre.
La narrativa contemporánea podría elegir el filo. Cine, arte, música y letras disponen de herramientas para provocar en vez de pacificar. La pantalla-oráculo retumba; el deseo insiste; el mito aguarda trabajo. Cada escena ofrece una decisión: sutura que adormece o pliegue que exige pensamiento. Elegir lo segundo convierte la crítica en práctica ética: un modo de habitar el presente con la luz encendida y la mirada en guardia. No se trata de abolir ni de celebrar el mito, sino de probarlo en cada imagen. ¿Qué sutura y qué deja fuera del encuadre? La crítica, entonces, deviene un ejercicio de atención: habitar el presente sin pedirle a la pantalla que cure ni que condene.
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