La reciente elección ciudadana para definir la presidencia del Poder Judicial del Estado de México marcó un antes y un después en la vida institucional del país. Por primera vez, las y los integrantes de la cúpula judicial serían elegidos directamente por el pueblo, bajo un modelo que busca democratizar la justicia y abrir paso a un nuevo estándar de legitimidad. Sin embargo, los resultados de esta elección histórica nos dejan frente a un dilema jurídico y político que merece reflexión seria y de fondo: ¿Cómo se garantiza la paridad de género cuando las reglas no previeron este escenario?
El calendario presidencial quedó parcialmente definido: Héctor Macedo presidirá de 2025 a 2027, Erika Icela Castillo de 2027 a 2029 y Lupercio Camacho de 2029 a 2031. El cuarto periodo (2031 a 2033), fue declarado vacante por el IEEM debido a que ninguna de las otras mujeres candidatas cumplió el requisito legal de haber accedido a la magistratura por medio del voto ciudadano.
La intención de este requisito es incuestionable: asegurar que al menos una mujer presida el Poder Judicial. Pero su aplicación literal, sin considerar el resultado electoral y el principio de igualdad sustantiva, puede terminar por contradecir el espíritu de la propia norma.
Estamos ante un caso donde el fondo colisiona con la forma. La Constitución señala la obligatoriedad de la paridad, pero el mecanismo electoral ha producido un vacío. Esta situación ha abierto ya varias rutas posibles: la impugnación de algún varón que alegue que, al no haber mujeres elegibles, le corresponde el cargo; la impugnación de alguna mujer que cuestione la constitucionalidad del requisito; o incluso, la propuesta de emitir una nueva convocatoria exclusivamente para mujeres en 2027.
Cada una de estas rutas implica desafíos. Reabrir el proceso en 2027 podría generar un costo político y económico innecesario, pues implicaría organizar un procedimiento electoral costoso y técnicamente complejo para cubrir un solo periodo presidencial. En un país donde los recursos públicos deben cuidarse al centavo, esta posibilidad resulta difícil de justificar ante la ciudadanía.
La gran pregunta que queda en el aire es: ¿Cómo se interpreta el principio de paridad cuando las reglas no lo permiten aplicar automáticamente? ¿Cómo se defiende un derecho sin instrumentalizarlo ni debilitarlo?
Una posible solución, que merece debate jurídico serio, es considerar que la presidencia vacante podría ser asumida por quien ya haya cumplido con todos los requisitos de forma y fondo: electa como magistrada mediante voto popular, posicionada dentro de la terna presidencial y representante del género históricamente excluido. Esta interpretación no sería un favoritismo, sino una lectura funcional y constitucional del principio de igualdad, una forma de garantizar que la reforma judicial no termine paradójicamente bloqueando la inclusión que prometía asegurar.
Más allá de los nombres propios, lo que está en juego es si el nuevo sistema de elección es capaz de sostener su promesa de transformación. Si la paridad no se garantiza ni con el voto ciudadano, ni con los mecanismos correctivos del sistema, entonces no estamos ante un fallo electoral: estamos ante una deuda institucional.
El Poder Judicial se encuentra frente a una oportunidad para demostrar que no basta con abrir las puertas de la democracia, sino que también se necesita voluntad para interpretarla con justicia. No se trata solo de aplicar la ley, sino de hacerlo en armonía con sus fines: equidad, representatividad y legitimidad.
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