Guillermo Alberto Hidalgo Montes

Mujeres en los cárteles: una tendencia que dejó de ser nota roja

EN LA MIRA

Durante años, la imagen pública de las mujeres en el crimen organizado quedó atascada entre dos estereotipos: “la novia del capo” y la “sicaria excepcional”. La evidencia reciente dibuja algo más complejo. Investigaciones de International Crisis Group, basadas en talleres con mujeres privadas de la libertad y trabajo de campo, muestran que su participación se ha ampliado y diversificado: desde tareas logísticas, inteligencia de calle, lavado de activos y reclutamiento, hasta mandos medios e incluso liderazgo. No es una irrupción masiva, pero sí sostenida y con impactos visibles en la operación de las redes criminales.

Detrás de esa ampliación hay un contexto conocido: economías locales precarizadas, violencia estructural, captura de mercados informales y un crimen organizado que se fragmentó y profesionalizó tras los golpes a cúpulas. En ese ecosistema (documentado por la academia mexicana desde hace una década), la “mano de obra” femenina encuentra nichos de entrada por la cercanía a circuitos de narcomenudeo, roles de cuidado usados para cobertura y, cada vez más, por el reclutamiento digital que aprovecha redes sociales para normalizar el “estilo de vida” criminal.

Las cifras penitenciarias refuerzan el patrón. INEGI reportó que, entre las mujeres que ingresaron a penales federales en 2024, 34.4% lo hizo por delitos contra la salud (una proporción muy superior a otros ilícitos), y que en sistemas estatales el narcomenudeo es el segundo tipo penal más frecuente para ellas. Es decir: su “puerta de entrada” al sistema penal sigue siendo, mayoritariamente, la economía de las drogas.

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La academia empieza a medir, además, un dato políticamente incómodo: entre 2017 y 2021 se duplicó el número de mujeres acusadas de delincuencia organizada en México, y hoy ese es el delito más común entre las internas del fuero federal. Hablar de “adhesión de mujeres a cárteles” es, por tanto, salir del lugar común y entrar a la evidencia.

Un informe de la Defensa Nacional reveló en días pasados que de 631 detenidas en 2012, el número de mujeres vinculadas al crimen organizado ascendió a 1413 en 2024, mostrando un aumento del 124%.

Roles reales, más allá del mito

Casos concretos ayudan a entender las funciones. En el extremo de la pirámide, la figura de Enedina Arellano Félix, contadora y operadora financiera, es referida por fuentes periodísticas y de análisis de seguridad como el ejemplo más sólido de liderazgo femenino sostenido en un cártel histórico (Tijuana/Arellano Félix). Estudios recientes sugieren (con métodos de control sintético) que su estilo gerencial redujo homicidios vinculados a la organización sin mermar su capacidad logística, un hallazgo relevante para desmontar clichés de “hiperviolencia por defecto”.

En mandos operativos y células de choque, “La China” (Melissa Calderón) en Baja California Sur y “La Catrina” (María Guadalupe López Esquivel) en Michoacán ilustran la presencia de mujeres en unidades de sicariato y control territorial. La primera fue detenida en 2015 por autoridades estatales; la segunda murió en un enfrentamiento en 2020 tras convertirse en objetivo prioritario ligado al CJNG. Son, sí, casos extremos; pero niegan la idea de que el rol femenino sea exclusivamente periférico.

Más abajo (y más extendidos) están los eslabones que sostienen la cadena: halconeo, traslados de menudeo, micro-lavado (cuentas, remesas, negocios pantalla), cobro de piso en mercados y periferias; y, cada vez con mayor peso, tareas de reclutamiento que utilizan lazos familiares, vínculos afectivos o “enganches” por redes sociales dirigidos a adolescentes y jóvenes. Crisis Group ha documentado esta capa gris de trabajo criminal femenino y advierte que la línea entre víctima y victimaria puede ser difusa: entra el coaccionamiento, la deuda, la amenaza y la violencia doméstica como vectores de control.

A ese tablero se suma la dimensión digital. Investigaciones recientes describen cómo los cárteles usan TikTok, Facebook o mensajería cifrada para “curar” contenidos que glamourizan armas, dinero y pertenencia, y difunden ofertas de empleo ambiguas con pagos semanales en efectivo. Es un entorno propicio para el reclutamiento femenino en tareas logísticas “sin contacto” (mensajería, cobros, envíos), que luego escala hacia funciones de mayor riesgo.

Retos para las policías: perspectiva de género… y blindaje operativo

Las instituciones policiales mexicanas han dado pasos importantes en protocolos y formación, capacitación y profesionalización con perspectiva de género para atención de víctimas, violencia familiar y violencia sexual. Existen instrumentos nacionales y locales que norman la actuación de primer respondiente con enfoque de derechos, y el Modelo Nacional de Policía y Justicia Cívica incorpora estas capacidades como parte de la profesionalización obligatoria. Nada de eso es negociable: salva vidas y reduce la revictimización.

Pero el crecimiento (todavía minoritario, aunque significativo) de mujeres en tareas criminales plantea dilemas operativos que la formación actual rara vez aborda con claridad:

  1. Sesgos y supuestos en el control preventivo: El entrenamiento bienintencionado que asocia “mujer = víctima” puede inducir un sesgo de condescendencia en inspecciones y entrevistas de campo. La evidencia penitenciaria sobre prevalencia de delitos de drogas en mujeres privadas de la libertad obliga a reforzar técnicas de entrevista, observación conductual y evaluación de riesgos que no dependan del género como atajo mental.
  2. Uso instrumental del género por parte de grupos criminales: Redes locales usan a mujeres para tareas de vigilancia en entornos donde la presencia masculina despierta alertas comunitarias (mercados, escuelas, transporte). También como señuelos en retenes, cobros de extorsión “amigables” o entregas de mensajería que encubren transferencias de efectivo y precursores. Crisis Group y análisis académicos sobre género y crimen documentan estas “ventanas sociales de oportunidad” que explotan patrones culturales de desconfianza selectiva.
  3. Apropiación criminal de redes sociales: La estética “narco-lifestyle” y los algoritmos de recomendación reducen el costo de captación. Protocolos de primer respondiente con enfoque de género deberían incorporar, además, alfabetización digital operativa: indicadores de reclutamiento en línea, mapeo de cuentas señuelo, preservación de evidencia digital y rutas rápidas con unidades cibernéticas.
  4. Zonas grises víctima-victimaria: Parte de las mujeres detenidas actuó bajo coacción o violencia previa. La respuesta policial debe sostener un doble carril: investigación penal eficaz y detección de trata/trabajo forzado, con derivaciones a unidades especializadas. Esa lectura simultánea está en la base de las recomendaciones internacionales recientes.

Qué ajustar ya (sin ingenuidad ni estigmas)

  • Actualizar los planes de estudio con módulos de riesgos operativos con enfoque de género, basados en casos mexicanos y ejercicios de mesa: control de sesgos en entrevistas, patrones de ocultamiento no invasivo y tácticas de social engineering usadas por células locales. Amarre normativo: Protocolo Nacional de Actuación con enfoque de género y lineamientos del Modelo Nacional de Policía.
  • Listas de verificación para patrullaje y primer contacto que separen, con rigor, trato digno y control de riesgos. Ejemplos: a) cómo inspeccionar pertenencias sin vulnerar derechos y sin supuestos por género; b) cómo leer inconsistencias en historias de “mensajería” o “cobranza” en perímetros de narcomenudeo; c) cómo activar fast-track hacia unidades de género cuando hay indicios de coacción.
  • Alfabetización digital aplicada al patrullaje. Toda patrulla debería reconocer señales básicas de reclutamiento en línea (ofertas “sin requisitos”, pagos en efectivo, uso de geolocalización y “encargos” con rutas predefinidas), saber preservar pantallas/chats como evidencia y escalar en caliente a ciberequipo.
  • Inteligencia de barrio con enfoque diferenciado. Halconeo y cobro “amable” en tianguis y paraderos suelen tener rostro femenino. Los briefings territoriales deben mapear horarios, nodos y roles con variables de género sin estigmatizar colectividades. Esto es policía basada en evidencia, no perfilamiento.
  • Puentes con políticas sociales y refugios. Si una parte de la participación femenina ocurre bajo coerción o violencia doméstica, cerrar el circuito solo con detenciones es ineficaz. Se necesitan rutas claras de derivación a instancias de apoyo, incluyendo fiscalías especializadas y refugios, tal como recomiendan protocolos y evaluaciones recientes.

Tres principios para no perder el rumbo

1) Enfoque de derechos no es sinónimo de ingenuidad operativa. Los protocolos con perspectiva de género llegaron para quedarse porque protegen a víctimas. Integrar en ellos matrices de riesgo que reconozcan la participación femenina en redes criminales no los contradice; los vuelve efectivos.

2) “Mujer” no es categoría operativa, “conducta” sí. La clave es estandarizar observables (indicios, patrones transaccionales, inconsistencias narrativas), no atajos basados en identidad. La evidencia penitenciaria y judicial sirve para ajustar hipótesis, no para perfilar indiscriminadamente.

3) La guerra cultural ocurre en el celular. La captación y normalización del delito viajan en videos cortos y mensajería. Si la patrulla no sabe detectarlo, preservar evidencia y escalar, va tarde.

Aquí no hay anécdotas fáciles ni villanas de narcoserie. Hay datos, casos y lecciones operativas que las instituciones policiales mexicanas no pueden seguir posponiendo porque lo que parecía ser una improbabilidad o casos elusivos únicamente a figuras de ficción se ha convertido en una realidad.

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